Thursday, September 29, 2011

Historia de un pelapapas.

Historia de un pelapapas.

(Ésta es la historia corta y concreta y si a alguien le interesan los detalles, puede referirse a las explicaciones largas y aburridas que van a ir después de esto, algún día, cuando las escriba).

El pelapapas de plástico azul me acompañó toda la vida. Fue un amigo leal, intransigente e irreemplazable. Considerando que en mi vida, cada pocos años, tengo que cambiar de país, de carrera y de marido, la historia del pelapapas es un faro luminoso (y un lugar común como el que más). Empezó su vida de pelapapas en el 64, en Montevideo, como regalo de mi hermana de una casa de artículos para el hogar de la calle San José. Vino conmigo a Buenos Aires, durante mi primer matrimonio, del cual aún no entiendo bien las razones. Yo tenía 19 años. (A).

En el 69, de golpe, me di cuenta que me tenía que ir de Buenos Aires, de ese matrimonio, de la carrera en arquitectura, dejar todo lo poco material atrás y volver a Montevideo, pelapapas en mano, a una nueva pareja que se desarrolló a partir de un gran amigo de la infancia y adolescencia. (B)

Convivimos los 3 (el pelapapas en el cajón de los cubiertos, nosotros en algunos apartamentos chiquitos) durante 7 años. Yo seguí con arquitectura en Montevideo y llegué cerca de terminar. Dictadura. Por ahí, ya en el 76, descubrí que lo que uno puede creer que es ‘para siempre’, no lo es. Que se puede tener miedo. Que se puede querer cambiar. Difícil de describir, por ser algo muy interno y hasta ligeramente triste e inestable. Parte del caos del país que penetró en cada uno. Y me dio miedo darme cuenta cómo algo que creíamos tan inamovible se deshacía, como los sentimientos se iban borrando y encima… que me tenía que ir de Uruguay.
Mi papá entró un día a casa, inesperadamente, a decirme, golpeando las manos, “boino, afoira”. Yo estaba tan distraída que pensé que sería por él haberse enterado que ya había aparecido en el firmamento el que después fuera el marido No.3 y ni se me ocurrió que era en serio, que había que irse, que si no…
Al darme cuenta de la realidad, agarré 2 bombachas, el cepillo de dientes, el pelapapas, y anuncié ‘Estoy pronta’. Mi papá, con gran temor, pero con la cabeza más organizada que vi en mi vida y con un orgullo que sobrepasaba todos los temores, logró su mejor expresión de cariño paternal y me dijo claramente: “No seas idiota”. Y siguió: “Agarrá una valija normal, poné adentro ropa normal y andate al aeropuerto, como una persona normal”. El viejo, como de costumbre y por su larga experiencia de bolche irredento, con más entradas en la cárcel de las que alguien puede tolerar, tenía todo más claro que yo. (C).

Hice lo que me ordenó, con un cierto retraso de 24 horas, para asegurarme que las cosas estaban realmente tan mal como parecían, y sí, lo estaban. O peor. Era recién marzo pero ya hacía frío. Me puse un gamulán con profundos bolsillos. Fue interesante entrar al aeropuerto con cara de turista e ir al mostrador a pedir un pasaje de ida y vuelta. La chica que atendía tomó mi documento de identidad, entró a una oficinita y al salir me dijo ¿Seguro que ida y vuelta? Me encomendé a los santos que no existen, apreté el pelapapas de plástico azul que llevaba en el bolsillo y dije que sí, con total desenvoltura. ¿Alguna vez alguien se cagó encima? Ese hubiera sido un buen momento. No pensé que me dejarían salir. Subí al avión y volví a bajar sin que nadie se diera cuenta, para empujarlo a ver si levantaba lo antes posible. El corazón me funcionaba a 78 RPM, de esos que se rayaban. Cuando al fin empezó a carretear, me agarré fuerte a la carcasa, volví a entrar al avión reptando por un agujerito y reaparecí en un cuarto de baño, algo mojada y maloliente pero con un gran respiro. Pasé así a Buenos Aires, que debía ser el único lugar del mundo peor que Montevideo, pero no había plata para ir más lejos. Y de paso, ya que estaba, como al descuido, me separé de mi marido de esa época, el No.2. Pasó a ser mi ex marido favorito, elogio nada desdeñable, por cierto. (D).

La primera semana en Buenos Aires fui una mala imitación de zombie. Perder todo de un momento a otro, no es sencillo de explicar. Caminar sobre algodones, sin tener dónde ir ni dónde dormir. No se podía ir al centro, porque había policía uruguaya, además de la argentina (los muchachos se ayudaban mutuamente). No se podía llamar por teléfono, porque estaban intervenidos. No se podía ir a casa de conocidos porque mezclaríamos los líos de ellos con los nuestros y eso era peligroso para todos. No se podía saber de la familia, ni de los amigos, ni del trabajo, los estudios, la ciudad, el país. Se sobrevive, pero a no quejarse años después de las complicaciones. Había que mantener el humor, eso por sobretodo. E ir por las calles sonriendo, para que nadie pensara que…

Mi marido actual vino a Buenos Aires no mucho después (justito la noche del golpe de estado en Argentina) y nos largamos a la aventura más disparatada que podríamos imaginar. En medio del terror, me fui a vivir con un goy desconocido, sin trabajo, sin carrera, con familia y hasta dos hijas recién adoptadas que quedaban con su ex esposa, y en un país que no prometía alivio de ningún tipo. Nos fuimos a vivir a una delirante pensión. (E).

El pelapapas de plástico azul funcionaba bien, ya que papas era lo único que nuestro poder adquisitivo nos permitía comer. Mentira, comíamos casi únicamente fideos con hígado, que proveía la mayor cantidad de proteínas y calorías por la menor cantidad de dinero. Nunca más volví a comer eso. El ambiente era de terror y lo único que funcionaba era el humor negro, negrísimo, totalmente negro. No había otra opción. La pensión de Don Julio, que alguien nos había recomendado simplemente porque quedaba lejos del centro, resultó estar llena de uruguayos demasiado conocidos nuestros. No había otra opción.
Por milagro conseguí trabajo en arquitectura y otro en inmobiliaria, Manuel llenó los formularios para una beca para lo cual era necesario un título en Medicina, decidió seguir estudiando en la pensión helada mientras yo trabajaba y se recibió practicando en Buenos Aires (el despelote era tal que lo dejaban entrar a hospitales, seguir a profesores normales y hasta hacerle tactos rectales a los pobres enfermos internados, para practicar). Se iba a Montevideo a dar los exámenes que le quedaban - él podía ir, no muy tranquilo, pero podía. (F)

Un día me llamó a avisar que ya era médico y ese mismo día vencía la fecha de envío de la solicitud de la beca, por lo que sacudí los tobillos, abrí las alitas de Mercurio y volé por sobre esa hermosísima ciudad hasta el enorme Correo Central a mandar la carta para la Guggenheim - que la solicitan miles y miles y cualquier persona con sentido común sabría que era imposible conseguir, dado que se la dan a 25 por año. Inmediatamente nos olvidamos del asunto y para concretar algunos detalles, quedé embarazada por decisión mutua. Caramba, que la vida no se iba a detener por detalles como no tener dónde ni de qué vivir. (G)

Por supuesto, el optimismo innato de Manuel, funcionó. A los pocos meses nos enteramos que le habían concedido esa beca. Pedimos un año de prórroga, para viajar con una criatura que al menos mantuviera la cabeza levantada por su cuenta. Nos íbamos a los EEUU (New Haven, Yale University, que ni sabíamos lo que era…) con la intención de permanecer por allí un año, tal vez dos, si no había otro remedio. Armamos valijas para venirnos, - todas nuestras pertenencias en la tierra: una sola valija por adulto, más una cuna/baño plegable del bebé que ya tenía 6 meses - y las armé, pelapapas en mano.
El artefacto vino en mi valija y no en el extraño baúl de metal que había llevado a Argentina desde Polonia la abuela de una amiga -ella nos donó ese baúl por temor a que sus hijos se ahogaran encerrándose dentro de él - lleno de artefactos inútiles, martillos usados, floreros y ponchos de lana que también había logrado despachar, por si esas cosas no se conseguían en los EEUU. Misteriosamente eso sucedió hace ya 35 años, con otro embarazo e hija de por medio… y todavía vivo pidiendo perdón cada vez que tengo que explicar que nos fuimos quedando en los EEUU, simplemente quedando… (H).

Hace unos 10 años el pelapapas de plástico azul se conjugó reflexivamente y empezó a pelarse a sí mismo. Me dediqué de lleno a la búsqueda de un sustituto. Claramente, es mucho más fácil conseguir marido que un buen pelapapas. Tengo cerca de diez (repito: 10 pelapapas, no maridos) pero ninguno como aquél. Al final conseguí uno, rojo, Made in Germany, potable, pero no perfecto. Y en ese momento dejé de pelar frutas, verduras y elefantes, y cocino todo con cáscara. El pelapapas azul sigue en el cajón de la cocina y de vez en cuando lo miro para recordar todo lo que viajó y para darme cuenta que puedo serle fiel a algo durante muchísimos años.