Saturday, December 22, 2012

Educación sexual

Un amigo español (necesito su permiso para poner su nombre y no manchar su aura de padre abnegado), le explicó a sus hijos cómo los niños venían al mundo. Su mujer, casi lo mata.
Lo estábamos comentando en charla con mi grupo de adorados amigos españoles, y tratamos de recrear la explicación. Alguien prorrumpió con alguna indecencia, y una española lo corrigió:

No era así. Era más delicado.


Papá y mamá se quieren mucho, se abrazan muy fuerte, papá pone una semillita dentro de mamá... y luego la empuja con la polla.

Friday, December 14, 2012

Racismo y cartera negra

Racismo comparado. EEUU vs. Uruguay

Si estoy en Chicago donde hay un grupo de hombres y quiero referirme a alguien particular de ese grupo, tengo que decir ‘el que está de traje’. Pero hay ocho de traje. Bueno, entonces, ‘el que está de traje azul’. De los ocho, cuatro tienen traje azul. Y de ahí la explicación: ‘de esos cuatro, ni el más alto ni el más bajo, sino de los dos de mediana altura, el que está a la derecha’. Sería mucho más fácil decir ‘el negro’, pero nos atragantamos y no lo decimos. ¿Y no lo decimos porque somos racistas, o porque no lo somos?

Quise empezar a contar algunas historias de mi cartera (repartidora de cartas – femenina - aclaro, y negra) pero me di cuenta que todo el principio era un largo enredo para procurar no sonar racista, con excesivas explicaciones que empeoraban la situación. Creo que yo no tenía claro lo que era el racismo, hasta que llegué a este país. De ahí en más, empecé a prestar atención y lo encuentro en todas partes.

En Uruguay existe esa vieja tradición de que no somos racistas, simplemente porque decimos que no lo somos. Así de fácil. El argumento pasa por “No tenemos problema en llamar ‘negro’ a alguien, porque es un apelativo cariñoso, del mismo modo que decimos ‘ñato, petiso, gordo, pelado, maricón’ etc.” Lamentablemente, el hecho de que nos sintamos con derecho a definir a alguien, enfocando en un defecto físico o en ciertas cualidades que no vienen al caso, no significa que seamos buenitos ni que no tengamos sentimientos claramente peyorativos.

Es cierto que la palabra “negro” en español, no tiene el mismo valor que en inglés. Se traduce igual, pero no se parece en nada. No tenemos historia de linchamientos y separaciones de bebederos, de escuelas separadas ni de asientos de atrás en el transporte colectivo, por lo que el negro uruguayo (más los esclavos escapados de Brasil) no sienten la segregación en forma tan clara. Sin embargo, yo nací y viví en lo que se conoce como el barrio negro de Montevideo: Palermo, donde aún hoy hay una población negra mayor que en, digamos, Pocitos, y donde el ingreso per cápita es bastante menor que en otros barrios. Quiero decir que si realmente no hubiera racismo, no habría esa historia de barrios con gente de un color u otro. Pero los hay. Y también hay barrio judío, y paro de contar, porque lo que es inmigración del resto del mundo, cero a la izquierda. A veces parece más fácil vivir en un país homogéneo, que en uno de alta inmigración mundial. Menos interesante, pero más fácil.

Hay pautas en común entre no ser blanco y vivir en un barrio pobre. Los datos urbanísticos existen y pueden usarse cifras correctas que ahora no vienen al caso. Lo que es claro, es que con lo visual, de inmediato catalogamos y armamos grupos. Cuando hablamos de etnias, recurrimos a lo que se ve. Igual que en los barrios pobres, donde aparece lo que a veces se llama ‘el síndrome de las ventanas con vidrios rotos’. Lo que vemos, nos permite juzgar -con razón o sin ella- y darle cualidades positivas o negativas al resultado.

En los EEUU, ser negro es un tema histórico que aún duele y que además se sigue refiriendo a un grupo étnico mayoritariamente pobre, donde se da el círculo vicioso de vivir en barrios de mal aspecto, ir a escuelas mal financiadas, y no poder salir del sistema.

El problema por acá es que el racismo se ve a diario, y lo que se trata de hacer para pretender evitarlo, es utilizar el simple sistema de no usar determinadas palabras, por ser claramente despectivas. Autocensura. No podemos decir ‘nigger’ sin golpearnos el pecho y pedir perdón por usarla, siempre y cuando quien lo diga no sea de piel negra. Hubo muchas opciones de reemplazar esa palabra pero ninguna aceptable. Se probó con ‘Colored people’, igual que en castellano decimos ‘gente de color’ (“negro”, como dicen Les Luthiers), y de allí salió la sigla ‘NAACP’- National Association for the Advancement of Colored People – que ya tiene problemas desde el vamos, pero que legalmente mantiene ese nombre.

Se probó con ‘Negro’ (así, como en español, pero pronunciado [nigro]), y después con ‘African American’ - aclarando que no son ‘Afroamerican’, que no es lo mismo. Hubo largas y sesudas discusiones al respecto. Digamos, que además, Egipto no forma parte de Africa, aparentemente. O sea que para ser African American no alcanza con tener ancestros africanos, sino que además hay que ser de piel negra y eso no está incluido en el nombre aparentemente objetivo.

El particular modo de hablar, con el agregado de las discusiones sobre si es un dialecto del inglés o no, se llamó desde Black English, pasando por Ebonics hasta AAVE- African American Vernacular English – nombrete que también se las trae. Hay una cierta incomodidad en nombrar algo objetivo y medible. No hay soluciones simples, como comprobé cuando tuve la ocurrencia de aceptar un cargo docente en el departamento de español, en una universidad donde el 99 % de los estudiantes son negros. Quedaba también en el corazón de la zona negra de Chicago, o sea toda la zona sur. Toda. Con un nivel de pobreza inaudito. No sé por qué se me ocurrió que yo tenía todas las cualidades para ser una buena profesora de ese grupo (tal vez porque soy uruguaya, pretenciosa, y por lo tanto me creo que no soy racista).

No fue un trabajo brillante ni fácil. Me ganaron, sin ninguna duda. Enseñaba de noche y tenía que manejar más de una hora, en invierno, de noche, en la nieve y el hielo mal limpiado – porque en los barrios pobres los camiones limpiadores pasan muy poco a menudo - y cruzar toda una zona donde hacía fuerza para que el auto no se me descompusiera en la mitad del camino.

Mis estudiantes – casi todos de magisterio -, no muy jóvenes, muy pobres y con problemas reales (chicas que habían sido pateadas por sus novios hasta que las hicieron abortar, mujeres con cirugía cardíaca hacía un mes, hombres que venian directamente con ropas de trabajo, etc.) solían criticar a sus profesores con gran saña, y una de ellas me explicó que el profesor de matemáticas era un asco, porque hablaba “inglés blanco” (White English, así dicho por ella misma). Me extrañó ese uso, aunque no entiendo el porqué de mi extrañeza. Y me aclararon “¡Habla inglés blanco aunque él mismo es negro!” Tuvimos una cierta conversación y les pregunté qué le pensaban enseñar a sus alumnos, cuando los tuvieran, y si pensaban que los maestros negros debían enseñar inglés negro. No hubo respuesta a esa conversación porque el tema no está para nada resuelto. Forma parte del círculo vicioso, que pasa por no poder ellos conseguir después trabajos mejor pagos, si hablan un inglés que no es el standard, y así hay varias generaciones de pobreza y segregación, que refuerzan esas diferencias.

Pero en USA, existe el esfuerzo para, al menos, reconocer el racismo de los blancos. Para tratar de mejorar eso, se echa mano a teorías psicológicas, usadas para otros temas. Basado en la teoría combinada del “behaviorism” y fundamentalmente en el “cognitivism” se supone que si controlamos y cambiamos las palabras que usamos, también podemos pasar a cambiar los pensamientos. En este caso, no me parece tan equivocada. La insistencia en no usar la palabra ‘negro’ influye lo suficiente como para darnos cuenta que cuando la usamos, es claramente racista y la evitamos a toda costa.

El evitar nombrarlo se extiende a toda otra palabra de esas que en español nos suenan ‘cariñosas’, como en los ejemplos que di al principio, de darle apodo a alguien por lo que se percibe como defecto físico . Y me doy cuenta de lo increíblemente incómoda que me siento cuando voy a Uruguay y oigo decir lo que en EEUU no se puede. Como ejemplo, una amiga uruguaya estaba hablando de la Secretaria de Estado de Bush, Condoleeza Rice y muy tranquilamente, dijo, “Ah, ¿cómo es que se llama esa negra de mierda…?” Al ver nuestra reacción, esa persona trató de justificarse, diciendo, “No, no es racismo. Si fuera blanca, también sería de mierda”. Más risa nos dio, porque no se dio cuenta que jamás diría “Esa blanca de mierda”.

Por supuesto, todo lo que es ‘políticamente correcto’, se exagera. Y aparecen palabras que pretenden sustituir a las consideradas peyorativas. Acá no podemos decir que alguien es gordo sino ‘rather large’ (‘más bien grande’), ni podemos referirnos a la forma de la nariz de nadie, so pena de recibir miradas endurecidas. Me llama la atención que esa actitud se me haya trasplantado literalmente al español, y en forma totalmente inesperada, cuando voy a Uruguay, me cuesta definir a alguien dando algún detalle físico, porque siento que el racismo, o clasismo, o algún otro –ismo, me brota tanto que debo reprimirlo.

Toda esta explicación – que me estoy dando a mí misma - vino a causa de quere empezar una historia diciendo ‘Mi cartera, que es negra…’ Me siento incapaz de decir eso sin aclarar las complicadas razones detrás de esa frase.

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Mi cartera negra.

Ya de entrada, aclaro que ‘cartera’ es el femenino de ‘cartero’, y cualquier otra denominación sería demasiado engorrosa. Y ‘negra’, es que es, simplemente, negra.

Esa cartera era una mujer especial, con la que yo me había encariñado. Por supuesto era vieja, muy gorda y con una extraña manera de caminar, por tener las piernas combadas no de andar a caballo, sino en elefante. Y chueca, además. Fea como pocas, con pelo ralo, que solía arreglarlo haciéndose trencitas, no modernas y prolijas, sino con mechones sueltos. Y no se las acercaba al cuero cabelludo, sino que las lucía así, tipo puercoespín. Los dientes, blanquísimos y firmemente horizontales, tenían entre ellos enormes espacios triangulares.

Estuvo trabajando por esta zona por bastante tiempo y cuando me la encontraba, charlábamos ampliamente, vaya a saber de qué. Un día me dijo” ‘¿puedo comer algo?’, porque Ud. sabe, ¿no? la enfermedad…” Deducción fácil: negra, gorda y vieja, sin dudas - diabética. O sea que tenía que comer a menudo.

Alguna vez se traía comida y me pedía que se la calentara en el microondas, para así comérsela en su camión de correos. Le dije que mejor entrara y comiera calentita, acá en casa, ya que el camión … Ella no protestaba. Estaba contenta con su trabajo. Y siempre tenía historias fascinantes. Confieso que no la entendía en un 100% - el AAVE no es mi fuerte – pero ella agregaba gestos que las hacía vívidas e interesantes.

Otras veces pasaba y preguntaba si podía comer, sin haberse traído comida propia. Por supuesto! Y la primera vez le di unos niños envueltos de repollo (holoptses), agridulces, que la fascinaron. Al otro día me avisó que todos los carteros de Chicago hablaban de mi comida y querían la receta del tal guiso. Ahí me di cuenta que me había hecho famosa entre ese grupo especial. Todos la envidiaban por tener gente tan amable en la ruta (ella dijo eso, no yo). Es lindo saber que todos los carteros de la ciudad, son amigos míos.

Una vez trajo comida para ella y para mí. Lamentablemente, una normal diarrea me impidió probar los manjares, que consistían en pollo frito, tallarines con queso derretido y papas asadas, que no parecían ser parte de una dieta de diabéticos, pero ella comía con gran fruición.

Empezó a contarme historias de su vida. Vivía con alguien a quien alguna vez llamaba ‘marido’, pero me aclaró que no estaban casados. Me contó que él no quería dejar de trabajar, aunque podría jubilarse, porque le gustaba mucho su trabajo. Era también repartidor de correos, de paquetes, por lo que no usaba carrito sino un camión bien grande. Acá el correo es la base de las compras y parte muy importante de la economía del país. Y sucedió que él no se había tomado vacaciones el año pasado, por lo que le dieron en efectivo, el valor monetario del tiempo que no se había tomado. Y que él esa suma la iba a invertir, ella me dijo, con una guiñada de complicidad. Le pregunté en qué iba a invertirlo y me dijo ‘en caballos’ que era lo que más le gustaba. Y él decía que sabía cómo apostar para ganar bien. Nunca más supe el final de esa historia, pero sospecho que no fue un resultado próspero.

Otras veces me contaba de su familia. Están todos en el sur, en Alabama y Mississippi. Ahí me hizo una complicada historia acerca de una sobrina, que estaba de novia con un primo hermano y quedó embarazada. Para no decir que su primo era su novio, ella resolvió el problema diciendo que el tío era en realidad el padre de la criatura. Y el tío se casó con ella, nomás. El hecho es que todo el mundo sabía cómo había pasado la cosa. Resulta que hace poco a una prima más joven se le ocurrió armar el árbol genealógico, pero con ese lío de parientes, no tenía modo de armar uno relativamente inteligible.

Otra vez su historia cambió. El que llamaba ‘marido’ era ‘novio’ y no trabajaba sino que cobraba desempleo. O sea que no se podían casar, porque si no, con el sueldo de ella, perdían el aporte del estado. Pero que eran una buena pareja, dijo. Ella trabajaba y él cocinaba. Claramente, un buen negocio. Ella tenía 67 años y él 50, dijo, pero durante el sexo, ella le ganaba y él le decía ‘Oh, baby, baby, no vayas tan rápido que yo no puedo’. En esos momentos yo me preguntaba a mí misma cómo había llegado a estar en esa cocina, en Chicago, fascinada con las historias de mi amiga diferente.

Hace unas semanas vino a contarme que tuvo unos malestares, fue al médico, y éste le aseguró que ya no tenía más diabetes y que podía comer lo que quisiera. Le pedí que fuera a otro para tener una segunda opinión, porque la de éste, no parecía razonable. Prometió ir a otro médico.

¿Por qué hago el cuento en el pasado? Porque tuvo una crisis diabética, mientras estaba repartiendo cartas en el edificio de enfrente. Llamaron una ambulancia y se la llevaron. No supe de ella durante un par de semanas, hasta que al fin me encontré con la cartera sustituta, una mujer físicamente parecida a mi amiga, pero más joven y energética. Le pregunté cómo podía hacer para contactarme con mi ex cartera y muy contenta dijo que buscaría su número de teléfono y me lo daría. Hoy tocó timbre y me contó que Caroline (así se llamaba, aunque nunca antes lo supe) se puso muy contenta cuando se enteró que pregunté por ella y le dio su número de celular para que yo la llamara y la fuera a visitar. Me dio un alegrón, aunque seguramente vive en el mismo barrio donde una vez enseñé, y tengo que agarrar algo de coraje para poder ir.

EEUU, amiga y huracán.

2012, huracán Jan


Tuve una segunda cirugía de hombro, y pensé pasar un par de semanas tirada, en pleno ataque de recuperación. ¿Qué pasa en esos casos? Aparecen viejos amigos que ya viven en otro país a pasar una semana en nuestro dormitorio de visitantes, una hija que viene a ayudar por un par de días, y una amiga que solía vivir a una cuadra de acá, pero por razones de trabajo se mudó a Brooklyn. Y de inmediato, vino el huracán Sandy.

Esa amiga iba a dormir acá enfrente, en la casa de su amiga del college y venir por aquí por un rato, en teoría para ayudarme por mi hombro operado y el brazo derecho encajonado. Lamentablemente, entró corriendo y de puro atropellada, se tiró encima de un pie una cosa pesada que cayó del freezer, se le hinchó, tuvo que ir a una emergencia y decidió quedarse entonces en casa por 4 días – huracán mediante con aeropuertos cerrados en la costa este y un desbarajuste total-, acampando en el living para no tener que subir la escalera al dormitorio de las visitas. Manuel le armó el sofá con almohadones de modo que la pierna le quedara levantada. Todo en orden.

Es de las que 'tocan'. Supongo que todos conocemos gente así.  Son tan amigos que llegan y sin preguntar, tocan todo lo que encuentran. Este es el país de los aparatos. En los tales aparatos hay ciclos, pero hay que tocar los botones correspondientes, en un cierto orden. Si no, la programación se va al cuerno y hay que rehacer todo.
Primero nos dejó sin teléfono por toda una tarde, porque lo usó y lo dejó en una mesa, sin apagar. Manuel trató de llamarnos muchas veces y se preocupó porque no había respuesta. Al otro día decidió apretar el botón de escuchar desde la pared, lo que provoca ciertas complicaciones, de modo que vuelta a desinstalar y reprogramar.

De ahí, pasó al televisor. Al carajo. No había manera de recuperar los canales favoritos, ni lograr que no aparecieran canales que nunca miramos. Y trancó el DVD, por apretar algo inconveniente, al mismo tiempo que otro botón. Insólito. Para eso hay que tener una habilidad muy peculiar.

Unos días después, decidió que quería lavarse la ropa y allí se fue a tocar los botones del lavarropas, tratando de conseguir (sin preguntarme) el lavado suave, para ropa fina. Nunca en la vida lo usé, por falta de ropa tan delicada como para merecer ese tratamiento.  Tuve que reprogramar todo dos veces (no soy ningún genio) para lograr que volviera a la normalidad.

Y encima, Manuel, pobre, volvía del trabajo y tenía que hacernos de comer a las dos y a sí mismo... y encargarse de todo.

Además a  mi amiga le gusta comer en el living, y se llevaba los platos, el café, todo, a los sillones. En su casa, tiene todo el derecho del mundo, pero en la mía, grrrrr.

A cada rato le tenía que decir que cerrara la heladera, que ese no es buen lugar para meditación. Me olvidé que en la casa de ella abren la heladera antes de preparar la comida y no la cierran hasta que no está todo pronto en la mesa. Cuando le dije que no hiciera eso, me dijo que ¡para qué la iba a cerrar si enseguida la tendría que abrir otra vez! Y no me creyó que la temperatura tenía que mantenerse fría, y que con esa puerta abierta estaba poniendo en peligro todo lo de adentro. Dijo que jamás le pasó nada, cosa totalmente razonable.

Bueno, al fin abrió LaGuardia, la pusimos en un taxi, y acaba de llamar por teléfono desde N.York, a decirme que pasó muy bien, que fue una linda vacación, que ella descansó mucho y que todo estaba fenómeno. Y terminó diciendo "me alegro que gracias a que los aeropuertos cerraron por el huracán, pude quedarme 4 días y ayudarte un poco". A Manuel casi le da un ataque. No entendió ese tipo de ayuda.

Pero, hete aquí que esas visitas apuraron mi recuperación, porque tuve que hacer cosas, pensar en comidas, poner toallas a disposición de los huéspedes, y la verdad es que aunque estemos lejos, tenemos amigos de carne y hueso que vienen a casa, familia que existe, y tengo la real suerte de no poder descansar después de una cirugía.

Miedo, amígdala y elecciones

2012 post-elecciones


Acabo de escuchar en la TV algo maravilloso. Una profesora de psicología contando que sus pacientes republicanos la llaman por teléfono, angustiados. Pero no solamente angustiados emocionalmente, sino físicamente. Con vómitos y diarreas. Ellas les explica que tienen que relajarse, y que ya van a ver cómo el que Obama haya ganado, no es el fin del mundo.

Y ahí siguió, hablando de un estudio que se hizo del cerebro de los votantes. Que el de los republicanos tiene la amígdala más agrandada que el de los demócratas, y ahí es precisamente donde reside el miedo. Que los republicanos tienen terror a algo y que no lo pueden evitar.

El periodista le preguntó sobre la importancia de la falta de paranoia de los demócratas, y ella insistió en que el tamaño de la amígdala es lo que influencia ese sentimiento opuesto, por lo que claramente, los demócratas la tienen más chica (la amígdala, por supuesto).

No dijo que ‘la gente nace así’, pero es lo que ella cree. Digamos, no como la homosexualidad. Esa se puede curar, dicen muchos republicanos, pero el miedo que sienten por Obama, no. Eso no.

Despiadados

2012, diciembre huracán Sandy.
Me impresiona lo despiadados que somos los seres humanos. Como el huracán no nos tocó ni le tocó a nadie conocido, chau. Nos damos vuelta y jugamos al Scrabble. Es que parece haber un límite para la compasión, o morimos en la demanda. Vemos las fotos y no hacemos nada más que decir ‘pero qué cosa’. De acuerdo, aunque quisiéramos realmente hacer algo más que mandarle un poco de plata a la Cruz Roja, no hay cómo ni lo qué hacer. La zona por donde pasó el huracán es un campo de batalla, pelada, sin agua, sin casas, sin electricidad, sin lugares donde la gente pueda ir. Lo que extraña es que hubo solamente 88 muertos (tal vez aparezcan algunos más, pero para tal desastre, la cifra es bajísima). Mañana llega otra tormenta y la temperatura baja de noche a 0 grados. Y nosotros vamos a seguir jugando al Scrabble.

Me hizo acordar a los primeros meses que pasamos en Buenos Aires en el 76. Oíamos explosiones, mirábamos alrededor, no veíamos nada cerca y seguíamos la vida como si nada hubiera pasado. Cuando al fin conseguimos un apartamentito (con trampas, por la inmobiliaria), menos nos preocupamos. El apto. medía 3 x 4 y la ventana daba a un pozo de aire, abierto del otro lado, o sea que veíamos un cachito de calle, y nuestra distancia emocional a los problemas concretos, aumentó. Durante uno de los viajes de Manuel a Mdeo. para terminar de dar los exámenes de medicina, me quedé sola. A las 3am, flor de explosión. Recuerdo haberme levantado (dormíamos en el suelo por falta de cama. Usábamos unos almohadones chiquitos, en las partes más blandas), miré por la ventana, no vi nada y me volví a dormir. Al otro día me enteré que habían puesto una bomba en la comisaría de a la vuelta y había más de 20 muertos. Eso fue todo. El barrio siguió moviéndose como si nada. Y empezaron a pasar los autos con ametralladoras afuera, y encapuchados adentro. Pero el Scrabble, nunca se detuvo.
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Y hoy ya estamos a fin de diciembre y todavía no había subido el mensaje anterior, pero recién, en Connecticut, un muchacho de 24 años, repleto de pistolas y balas, mató a su hermano en N.Jersey y manejó 80 millas hasta la escuela donde la madre trabajaba. La mató a ella y a 18 niños de 5 a 10 años de edad. Hay también otros 10 adultos muertos. Cada vez hay acceso más fácil a Glocks y rollos de balas. Hoy habrá que jugar dos partidos de Scrabble. Y el mundo sigue andando.

Saturday, September 8, 2012

Me desperté a carcajadas, que hasta despertaron a Malalo.

Yo estaba en la azotea de mi casa (?) saltando a la cuerda (?). Solía tener una linda vista al Parque de los Aliados (?), que quedaba cruzando la manzana, mirando hacia atrás. Pero, del otro lado de la manzana habían terminado de construir un enorme edificio que tapaba casi toda la vista, menos un filito a la izquierda. Ese edificio no tenía ventanas hacia mi lado, ni a los costados, pero veo un letrerito en la pared trasera, por allá arriba, que no logro leer. Parecía un letrerito como los de 'Prohibido fumar', chiquito y tenía claramente dos palabras, pero no las puedo descifrar. Hago de todo, pero no hay caso, no lo leo. Con cuerda y todo, me trepo a un cubo (probablemente el altillo de mi casa, porque quedaba sobre 'nuestro' terreno). Desde ahi, poniéndome la mano en un ojo tipo telescopio, logro leer lo que decía el tal cartelito:


TODAVÍA NADA.

Wednesday, June 27, 2012

psik, más moderno

2012 Psiquiatra. La historia con el narigón de N.York es bastante más divertida. A ver.

Por supuesto, con mi depresión bajo control, medicada, claro. Y ahí le cuento de mi hijo Gastón y el desastre que fue (ahora el niño está en Brasil en un curso de Economía, en abril tiene que dar dos seminarios, uno en Oxford y otro en Barcelona, y mandó las solicitudes de admisión al doctorado en las dos universidades. No lo puedo creer. Sentó cabeza, o sea 'puso la cabeza en el lugar del culo', ya que no le veo otra interpretación al dicho).

Y Flora, mi hija, que anduvo con otro ataque de chifladura (sale a la madre) y no salía de la casa más que para ir a comprar comida de vez en cuando, pero ahora me cuenta que un día tenía hambre, la casa estaba pelada, y se hizo una sopa de agua con kétchup, porque no podía ni vestirse para bajar al supermercado... En fin. O sea 'najes fun kinder' (alegrías que dan los hijos. No puedo traducir bien 'najes'). Y el psiquiatra que la atiende en N.York le dijo que aparentemente tenía ADD (attention deficit disorder) y yo creo que no es eso sino todo lo contrario (!!!), pero a ella le pareció bien el diagnóstico y toma una cierta medicación (por lo que llegó a pesar 42 kilos)...

Mi psiquiatra, que obviamente NO conoce a Flora y todo lo que sabe es a través de mi interpretación de lo que ella me contó - o sea que no tiene que creer en absolutamente nada - , me dijo muy preocupado -“pero el psiquiatra de ella se equivocó! Flora no tiene ADD!”- y lo miré medio riendo y le dije que -¿cómo sabe?- que esa era mi opinión, pero que me la guardaba en el bolsillo porque no puedo saber si es verdad y no puedo decirle a otra persona – y sobre todo a una hija- que su psiquiatra no ‘me’ sirve y que se tiene que buscar uno nuevo. Y para explicárselo, agregué -“Ah, sí, y Ud. ¿se animaría a decirle a alguna de sus propias hijas que tiene que cambiar de psiquiatra? ¿Y piensa que ella le haría caso?”- Y ahí pensé que el ejemplo era malo, porque tal vez los hijos de él, dado que el propio padre era psiquiatra, en estas cuestiones le darían algo más de pelota que los míos a mí.

Pero él no entendió mi 'Ud. se animaría a decirle a su hija ...algo?' y reaccionó de manera extraña, con un -“No, yo no tengo hijos. Todavía”-. Lo miré con un 'y a mí qué me importa'. No le pregunté más nada, pero él igual reaccionó diciendo "Pero estamos tratando de quedar embarazados". Le contesté "Felicitaciones y adelante!" con tono totalmente irónico, (hasta en inglés) y él creyó entender vaya a saber qué y me dice 'Ah, no, es que mi esposa es mucho más joven que yo!' (nunca se me habia ocurrido ni siquiera pensar en qué edad tendría él, ni sabía si estaba casado, ni me importa en absoluto).

Como lo veo una vez c/4 meses (para rellenar la medicación y nada más, porque ya desde hace 7 años que no caigo en pozos ni en ataques de rabia ni me preocupan demasiado las cosas que fallan, ni lo que hacen mis hijos cuando la cosa no pasa por mí), la vez siguiente me olvidé, y como 12 meses después, delicadamente, le pregunté si le había servido de algo el régimen de 'estamos tratando de quedar embarazados', y muy contento dijo que sí, y que ya tenían una niña de 3 meses, que la mujer había quedado embarazada enseguida, cosa que lo sorprendió mucho y alivió a ambos... y que ahora comprende un poco mejor a los pacientes que vienen y se quejan de que no pueden más con un bebé en la casa. Tanto detalle me dio un ataque de risa, y le volví a recalcar, delicadamente, que poco me importaba, pero me reí tanto que debió haber pensado que sí, ya que un par de sesiones más adelante, me alegró la vida explicándome que ya estaba el segundo en camino.

Y ahora tiene dos niñas y se duerme durante las sesiones. Los pacientes nos lo tenemos merecido.

Monday, June 25, 2012

Duda de elección de pareja

Duda. Cómo elegir y mantener pareja, mezclado con el racismo y otros -ismos.


En una sociedad, ser parte de una minoría, ¿te convierte automáticamente en una persona menos racista/sectaria/intolerante (¿hay alguna palabra en español que signifique todo eso junto?)? Como buena inocente, yo pensaba que sí. Un judío no puede ser racista. ¡Ja! Ahora ya me resigné a que, por supuesto, puede. Es parte del ser humano el mirar con cara rara al ‘otro’ (dijeran los antropólogos) y pertenecer a un grupo perseguido, no te salva. A ver… Traté de analizar cómo me funcionaba la cabeza, a partir de un detalle como el que sigue:

Hace unos años me preocupaba que mi hijo fuera homosexual por lo difícil que sería para él conseguir pareja que realmente funcione bien – sin un ‘me tengo que conformar’, o ‘no debo ser tan exigente’. Dentro de la población general los homosexuales tienen menos oportunidades de encontrar pareja interesante dado que los porcentajes no los favorecen. Supongamos que la cantidad de homosexuales sea el 10% de la población – que es lo que ellos sugieren (cifra no verificada). Los heterosexuales son el 90%. Un hombre heterosexual tiene para elegir una entre todas las heterosexuales del sexo opuesto (eliminemos las de edad no propicia, más las ya en pareja o las simplemente desinteresadas). De todos modos, la cifra es bastante alta.

Pero entre ese 10% de homosexuales (5% hombres, 5% mujeres), a mi hijo le queda formar pareja con alguien de solamente ese 5% de la población. Como además tiene que encontrarlo entre la gente que conoce, que no es tanta, no es un resultado alentador.

Pero me puse a pensar si la cifra de ‘muchos’ entre heterosexuales es realmente correcta. Para los hombres, la respuesta es fácil: cualquiera que tenga tetas, sirve. Para las mujeres es más complicado – no nos guiamos por bultos a la vista. Y para mí, aunque sin pretensiones objetivas exageradas pero bastante constreñidas en lo social, podría ser más difícil aún. Ahí empecé a preguntarme cuántos de los porcentualmente aceptables, me servirían como pareja. Al plantearme esa pregunta, y responderla, dejé de entender cómo me pude casar aunque fuera una sola vez. Soy insoportable.

Claramente, nadie puede considerar como pareja probable a todo el mundo del sexo opuesto y en condición de libertad. Tal vez no todos acepten esto, pero yo sí. No quiero aparecer presumida, sino sincera. Hay que decantar. ¿Dónde empiezo con las eliminatorias? Política, religión, clase social, etc.

1) Bueno, personalmente empiezo por la política - tema sobre el cual, sin discusión, no veo posibilidad de aparearme con un ajeno. No podría tener nada en común con alguien de derecha. Punto. No me imagino ni dos minutos la vida con un reaccionario que pueda estar de acuerdo con golpes militares, que crea que las guerras organizadas por los EEUU en el mundo sean legítimas, o que piense que los gobiernos deban desentenderse de los pobres (me parece que en esta bolsa meto a los anarquistas también, pero es cosa de discutir). La derecha, afuera. O sea que ya eliminé por lo menos a la mitad de los posibles.

2) Vayamos a la izquierda. ¿Pero qué izquierda? Ultras, no. No puedo definir qué es ser ‘ultra’, pero los reconozco cuando los veo (como el famoso dicho sobre la pornografía). No me imagino vivir con alguien que cree que por el hecho de que al fin él se dio cuenta de las desigualdades sociales, su sola intervención va a hacer que ese tema se resuelva mañana de mañana. No hay hombre (ni mujer, por supuesto, pero como soy mujer, hablo de los hombres) que me pueda convencer que con esas ideas, puede ser pareja para mí. En mi modo de pensar, para todo lo que sea cambiar el mundo hay que romperse durante muchos años. Y en plural, no en singular. En masa. Magia no hay.

Bueno, eliminé la ultra izquierda. Quedan los del medio. Los livianamente llamados troskos, bolches, socialatas, anarco-sindicalistas… No me meto a definirlos, porque no sé demasiado bien qué diferencias reales tienen ahora. Pero por ahí hay gente aceptable. O sea que todavía hay bastante entre quienes elegir. Pero… ¿terminó aquí mi problema? No, por supuesto que no.

3) Entonces sigamos: la religión. ¿Puedo enamorarme de alguien que cree que algo volando por ahí crea y dicta nuestra vida? No, de ninguna manera. No puedo ni imaginarme en convivir con un religioso, sea de la religión que sea, y escuchar constantemente las paparruchadas y supersticiones de los creyentes. Y por suerte, me estoy volviendo cada vez más intolerante. No puedo terminar de entender a alguien que crea que el mundo es tan complicado que no pudo evolucionar naturalmente y que entonces sea razonable pensar que ‘algo’ lo haya fabricado. Y que ese ‘algo’ tiene control sobre lo que cada uno de nosotros hace. Imposible.

Tengo amigos religiosos, pero también me falla bastante el respeto total hacia ellos. Uno es un buen amigo, cura católico, que vive en una reserva indígena en Montana. Estudiamos maya yucateca intensivo, juntos, en una clase de 3 personas, varias veces por semana, horas y horas por día, todo un año. Y pasamos muchas dificultades personales, ayudándonos en lo posible (lo hice ir a AA), pero me gustaría entenderlo más y no puedo. Llego hasta ahí y nada más. Decidimos no hablar sobre religión porque en menos de diez minutos, dejaríamos de ser amigos. O sea que ni siquiera damos nuestras opiniones. Soy su única amiga, judía, atea y boca sucia, lo que le resultó muy gracioso a su madre.

4) Bueno, liquidé a la derecha, la ultra-izquierda y la religión. ¿Entonces qué me queda? Un cierto grupo de izquierda, ni muy de un lado ni muy del otro, y recién ahí empieza la sub-selección. Digamos, me quedo con la gente que pertenece – o al menos es de ideología cercana - al grupo político en el cual yo creo. ¿Pero me sirven todos los humanos del sexo masculino de ese grupo?

5) Llego a algo molesto, como la clase social, o al menos cultural. Si no quiero ser falsa conmigo misma, tengo que admitir que no puede ser demasiado diferente de la mía (ojo, dije ‘demasiado’ y no ‘un poco’). No me imagino mantener conversaciones diarias con alguien de clase muy alta, ni de clase muy baja (y esto me disgusta de mí, pero prometí no mentirme. ¿Seré tan presumida?). Tal vez, pero creo que la explicación es bastante simple: sucede que no conozco gente fuera de mis grupos de contacto. Y mis grupos están integrados por personas que tienen algo en común conmigo. Parece obvio. Tengo amigos de todo nivel, por supuesto, pero para pareja, ya es distinto. En realidad, admito que tenemos que tener un nivel sociocultural bastante parecido.

6) Y así, eliminando y eliminando, igual parecía que quedaba aún un sólido grupo propicio. Pero si agrego: ‘debe ser judío’- por eso de compartir códigos- ahí hay un sub-grupo dentro de los judíos con quienes sé que no puedo estar de acuerdo. Simplemente, no puedo entenderme con los sionistas. Y mucho menos, vivir con uno.

Para tener una base en común y el humor compartido durante más de 30 años de colectividad, los únicos que aparentemente me quedaban eran los miembros del Zhitlovsky, institución a la que fui desde nacida (e incluso antes). Por haber nacido dentro de esa colectividad, nunca me hizo falta buscar amigos afuera. Nací ya con amigos. No estoy segura si esto nos benefició o fue lo contrario. De chica, eso fue bueno. De adulta, ya no tanto. Hay mucha gente en el mundo exterior. Sin embargo, mis amigos de la infancia se casaron entre sí. Casi todos armaron pareja con alguien a quien conocían desde niños. Alguna razón habrá.

¿Entonces, como pareja, tenía que ser sólo alguien del Zhitlovsky? ¿Será cierto? Obviamente no, porque recién ahí empezaban las diferencias personales, los gustos, el humor, la manera de actuar y al fin (o no tan al fin), lo físico. Y eso tan vago que se llama ‘amor’.

Y entonces empecé a casarme. Mi primer marido tenía las cualidades necesarias, aunque no era uruguayo (cosa que aparentemente no es una prohibición) sino argentino. El segundo, aparentemente, las tenía todas, inclusive pertenecer al Zhitlovsky, pero la pareja tampoco fue duradera. La época del golpe en Uruguay destrozó muchas parejas razonables.

Y entonces, ¿no había más nadie ‘aceptable’ entre mis conocidos? Siempre fui parte de otros grupos interesantes, sobretodo en épocas de estudiar arquitectura, pero no había caso, eso no me llamaba la atención.

No nos atrae cualquier amigo, por más cercano que sea ni por más que ‘pensemos igual’.

(Esto me lleva a una dudosa anécdota personal, relacionada a Varlotta/Levrero. Un día, estando yo de visita en su casa, aparece un amigo que aparentemente venía a hablar con Jorge. Todo el mundo, cuando tenía líos interiores o exteriores, problemas de pareja, angustias existenciales, chifladuras de todo tipo, iba a la casa de él a soltarlos. Era una casa de locos, dirigida por el loco mayor, que era el mismo Jorge. El amigo entra y Jorge me lo presenta con un "y éste es Manuel D., el mejor escritor del mundo, pero el muy imbécil se dedica a la biología". Yo estaba, sin saber por qué, de pantalón amarillo ajustado y camiseta naranja, con un escote más allá del puritanismo. El tal Manuel D., a punto de irse a Brasil a trabajar, decidió mostrarme un libro que llevaba encima, con unas feroces arañas peludas – no me vengan con interpretaciones tontas. Eran realmente arañas – y yo puse cara de interés. Un tiempito después, Jorge recibía una carta de él desde Brasil diciendo que “aún recordaba la pechuga de la snob y botarate Elisa S.” Textualmente, ‘snob y botarate’. Me fascinó que alguien recordara mi pechuga – casi inexistente por cierto - y no mi largamente elogiado cerebro juvenil (y todo porque sacaba buenas calificaciones en los estudios y nada más que eso. Ser “la mejor de la clase” no es sinónimo de ser ‘inteligente’. No sé definir “inteligencia”, de todos modos. Si alguien lo sabe, por favor, avísenme).

Cuando vi a ese amigo la vez siguiente, meses más tarde, y ya ambos aparentemente en plena búsqueda –aunque yo seguía sin darme cuenta- y con intención de charlar, fuimos a un café. Y ahí dije inmediatamente algo, totalmente fuera de contexto que, si él hubiera sido sensato, me tendría que haber descartado sin más: -“Sí, soy amiga de Jorge, pero mirá que yo pienso como vos-“.

¿Qué otra idiota diría ‘yo pienso como vos’, para sugerir línea política, años de estudio y demás? Evidentemente, la tontera me sentaba bien. Y lo de ‘botarate’ era muy generoso en comparación con la realidad.

Muchos años después, ese amigo y yo, ya casados desde hace 36 años y con hijos, y toda una vida juntos que tuvimos hasta ahora, nos reímos al recordar esas primeras conversaciones. El hecho es que, aparentemente, Manuel tenía todas las cualidades que lo hacían digno. Todas, menos ser judío. Claramente, eso para mí no tuvo ni la menor importancia. No digo que no me lo planteé como problema, pero lo descarté en menos de 30 segundos.

Estas disquisiciones me empezaron a convencer que soy rígida, intolerante y feroz, y que no debería haber sido posible para mí conseguir ni un solo marido, ni mucho menos los tres razonables que me tocaron en suerte.

El resultado del proceso me lleva a pensar que, en realidad, mi hijo no está en peor situación que la mía ni de la de cualquiera de nosotros. Seguramente, al tener menos población elegible, la tolerancia es mucho mayor y ni siquiera la siente como tolerancia. A él no le molestaría pasar la vida con alguien que fuera religioso – y tal vez él mismo tiene una veta espiritual- , e incluso que no fuera realmente politizado. Veo que nada de eso entra en sus cálculos. Las cualidades que él busca en una pareja no se parecen en nada a las mías. Y de hecho, su homosexualidad lo hace más interesante como persona. ¿Será posible? ¿Todo termina en una balancita y acomodamos los platillos tanto como sea necesario?

Y en cuanto al racismo, seguimos sintiendo que hay gente diferente a nosotros, que no todos somos iguales, pero que tenemos que abrirnos un poco de ese camino demasiado marcado por el Zhitlovsky. Tal vez tengamos que dar un pasito por día, ¡pero darlo!

Lo que más me interesa de mi vida en los EEUU fue haber podido encontrar tantos inmigrantes, gente de todo el globo, de culturas tan dispares que ni se nos pasan por la imaginación y que, como solía decir una vecina amiga, hindú, con matrimonio arreglado por su padres, ‘todas las personas tienen algo por lo cual podemos quererlas’.

Multiculturas en los EEUU

Multiculturas en los EEUU.


Una de las cosas más fascinantes para mí en este país es la multitud de grupos étnicos diferentes que aparentemente conviven, con o sin problemas.

Ayer en el gimnasio, donde mi vecina (que cumple 80 años en diciembre) y yo tenemos a medias un entrenador personal, había un hombre con cara furiosa levantando pesas y se le veía en el brazo un tatuaje de letras en el alfabeto hebreo/idish. Mi vecina se moría por saber qué decía, y yo vi las letras pero ni idea de la palabra total en hebreo. Lo que vi fue ‘d v d’. No pensé que fuera publicidad gratuita de películas para televisión, por lo que simplemente me acerqué y le pregunté. El tipo, que tenía aspecto fiero cuando tenía las pesas en el aire, resultó un buen muchacho que enseguida me preguntó si conozco ese alfabeto. Le dije que sí y me dijo que el tatuaje decía ‘dovid’, que era el nombre de su padre. Ah, bueno. Enseguida le pregunté de dónde era él. Esa pregunta es terriblemente común en los EEUU, pero casi desconocida en Uruguay, donde todo el mundo es de Montevideo, parece…

Me dijo que él era cruza (todos decimos lo mismo) porque su padre era húngaro israelí, su madre mexicana, él nació en – no puedo recordar el país, pero era lejos y nada relacionado a su familia – y su esposa es polaca pero cristiana. Difícil declarar ‘yo soy xx’.

Por supuesto me preguntó de dónde soy yo, y la cantinela es ‘nací en Uruguay, padres polacos judíos que emigraron en los años 20, y marido mitá español, mitá italiano, pero no judío’. Como ven, cuando alguien me pregunta de dónde soy, tampoco tengo una respuesta corta. Realmente, la mezcla de etnicidades, idiomas, culturas, da resultados interesantes.

Desde el gimnasio salí a dar un tour de arquitectura, cosa que suelo hacer los viernes. Como ese día me salvé porque había menos gente, ya que estaba en el centro decidí ‘ir de compras’.

El resultado es siempre el mismo: entro a muchísimas tiendas, me pruebo de todo y no compro nada, porque ni necesito ni me queda bien. Recuerden que aquí todos los lugares son sin empleados, - vos mismo buscás lo que querés y vas a los probadores, así que no jorobo a nadie con mi indecisión.

Y llego a un lugar interesante, donde venden todas las cosas de marca que, por falta de talles, no pudieron vender en la tienda pituca central. Como de costumbre estaba lleno de gente, con cola para entrar al vestidor. Hay además, grandes espejos por todos lados y ahí me veo a una musulmana, vestida con su armadura total, con una ranura a la altura de los ojos por la cual podía mirar. Estaba en la zona de vestidos de fiesta, y muy tranquilamente los agarraba de a uno, plateados, sin espalda ni tiradores, y se lo probaba delante del espejo. No pude entender si pensaba comprar y usar algo así (tendría que llamar a la policía para defenderse porque su familia la mataría de pura vergüenza), si lo usaría encima del atuendo negro, o tal vez debajo, para atraer a su marido con métodos bastante comerciales. Lo cierto es que no sabemos lo suficiente de otras culturas en el mundo.

Al volver, cerca de una esquina tengo delante a dos buenas señoras, una que apenas caminaba y la otra con un bastón para poder moverse. Las paso y enseguida escucho desde atrás unos gritos. Una de las señoras que se estaba cayendo hacia atrás (en una caída más bien lenta, tratando de no romperse la crisma), tenía encima un hombre, que estaba también cayendo con ella.

Desde el suelo, el hombre levantó los brazos al aire para que se viera que no trataba de hacer nada, y que todos los que llegamos corriendo a ayudar a ‘que un negro no le robara a una anciana blanca la cartera’, estábamos totalmente equivocados.

La señora desde el suelo se puso a gritar que todo estaba bien, que lo que había sucedido fue que al caer se le levantó el bastón y con el mango curvo enganchó la pierna de un señor – de edad mediana, negro – que estaba en la parada del ómnibus. Así enganchado se cayó, directamente encima de la señora.  Me dio mucha vergüenza haber sido parte de la patota que lo primero que pensamos era lo tradicionalmente esperado. Negro ladrón, viejita blanca buena. Es que uno en este país aprende a ser racista.

Tuesday, March 20, 2012

Peligros de los psik

Por qué los psik (cólogos/quiatras) tendrían que evitar locas como yo.

Creo que los que se dedican a tan remunerada tarea pero con tan pocos buenos resultados felices (nadie se cura. La cosa es aburrirse y dejar de ir), no tienen en cuenta los peligros que algunos pacientes, peculiarmente malvados, pueden proporcionarles.

Hubo una época, ya cerca de mis 30 años, en Uruguay, en la que sentí que necesitaba terapia. De lo que fuera. De lo que pudiera pagar. Por lo tanto, era terapia de grupo o terapia de grupo. Sin opciones. No había nada más barato.
Pretender armar un grupo en un lugar como Montevideo, es absurdo. Conseguir entre 6 a 8 personas que puedan congeniar y que NO se conozcan entre sí, es casi una utopía. Al final hay que aceptar los hechos. La gente se va a conocer entre sí, o van a tener algún amigo común o, peor aún, los mismos psicólogos van a pertenecer a grupos donde alguien va a conocer a la esposa, vecina o amante. Y todo se desparrama. Considerando que en general los pacientes suelen ser universitarios de clase media, mantener la más mínima anonimidad es tema casi imposible.

Después de un par de meses de espera (casi un año), me llamaron a avisar que había un grupo nuevo al cual me podría unir. Mi grupo consistía en 8 seres, 4 de ellos estudiantes de psicología (faltaba más), más un muchacho que no pegaba ni con engrudo, una buena señora abogada, una chica que necesitaba novio, y yo. Para peor, en lugar de un psicólogo, teníamos dos: el titular y el observador. Por alguna razón no me gustaba nada el titular y me apasionaba el observador, más gordo y con mejor humor, cuya tarea era escuchar sin meterse y hacer una especie de resumen al final de la sesión.

Por supuesto, todos teníamos ‘ansiedad’. Dado que estábamos en plena dictadura militar y éramos todos universitarios, era claro que cada uno hacía lo que podía en sus actividades diarias para cambiar la situación política, por lo que llegábamos a zona de peligro y la ansiedad no era gratuita. Todos participábamos en algo sobre lo cual no podíamos hablar. Pero cuando ese ‘algo’ era justamente los que nos provocaba la mayor ansiedad y ni podíamos comentarlo en la terapia, la cosa no daba como para resultados milagrosos. Pobres psicólogos. Se llevaban cada clavo…

El grupo no era muy divertido. Los estudiantes de psicología hablaban entre sí, como si supieran más que los demás. La abogada mayor que los otros y que ya llevaba 22 años de infructuosa terapia, nos aburría bastante. La chica sin novio fue la primera en desaparecer. Misión cumplida. Consiguió novio y ya no le hizo falta nada más. Uno de los muchachos tuvo que irse del país, sin decir por qué. Eso era cada vez más común. Uno de los estudiantes de psicología, recién recibido, tuvo la alegría de tener una paciente – su primera paciente, en realidad - que un día se suicidó. Y él pensaba que estaba haciendo un buen trabajo. Mal comienzo de carrera profesional. Quedó muy deprimido.

Una de las chicas quedó embarazada de alguien que no era su marido (aunque no estaba segura) y quería abortar pero su médico no la dejaba por no sé qué problemas de alta presión. Y contaba los amorosos encuentros con su novio y amante, en la caja de un camión (nunca supimos por qué).

Yo, más o menos, aguantaba. Expliqué algo de mis dudas con respecto a mis sentimientos amorosos, que andaban en pleno vaivén. Estaba casada en segundas nupcias, recordemos. Pero habían aparecido varios candidatos en el horizonte –todos de arquitectura- que querían dejar a sus novias y casarse conmigo. Los hombres son realmente fáciles. Consejo: si quieren convencer a una mujer de tener un affaire normal, no insistan en decir que en realidad se quieren casar y tener una vida apacible con alguien como yo. Mientan, si es necesario. Si algo podía realmente no interesarme, era otro casamiento.

Yo ni sabía por qué tenía esos no buscados éxitos, por lo que culpé a las feromonas y chau. Seguía siendo fiel a mi marido (el número 2). Decidí que la terapia me curaría de atraer candidatos innecesarios, o al menos sabría por qué aparecían en tanta cantidad.

Y de repente empiezo a soñar macanas. Un día llegué al lugar de la terapia y avisé que había soñado que todos los del grupo entrábamos al viejo ascensor del antiguo edificio en 18 de Julio y Tristán Narvaja, (donde curiosamente años más tarde vivió Mario Levrero/Jorge Varlotta) con intención de irnos, pero el ascensor no paraba en la Planta Baja, sino que seguía de largo, cada vez más hondo, hasta el infierno. Hacía mucho calor. La gente consideró eso muy aburrido.
 Al irnos esa noche, zas, obvia comentar que al bajar como siempre con todo el grupo, el ascensor no paró, sino que siguió hacia abajo, lenta pero tenazmente, pasando de largo la planta baja y el sótano, descendiendo sin parar. No llegamos al infierno, claro, sino a los resortes, que retuvieron la carga después de un pequeño rebote. Pudimos salir trepando porque el viejo ascensor tenía puertas de rejilla y se abría a los tirones, por dentro también. Sanos y salvos. Bueno, al menos ‘salvos’. Y para peor, me tuve que aguantar que me dijeran que soy una bruja o cosa parecida.

Con el grupo, como ritual, siempre íbamos a comer pizza al boliche de enfrente, a pasar un rato después de la sesión y contarnos lo que realmente hubiéramos querido haber dicho, pero no nos habíamos animado. Ese día no quisieron que yo me uniera a ellos, por ser pájaro de mal agüero.

Desgraciadamente, a la semana siguiente, volví a soñar. Fue más grave. Le comuniqué al psicólogo normal (no al observador) que según mi sueño, se iba a morir. Inmediatamente la gente del grupo me gritó, y el buen hombre empezó a interpretar mis observaciones, con algo como ‘Elisa cree que habló demasiado y sabemos cosas de ella que no le gusta que se sepan, por lo que fantasea con el psicólogo muerto’. Los mandé a la mierda y aclaré que el señor tenía cara de culo. Y la piel verdosa. Ni que hablar que nadie me dio bola. Le dije que fuera al médico, por las dudas, pero siguieron interpretando. Ah, si me hubiera hecho caso…

A la semana, el observador llamó a todos los participantes a cancelar la sesión porque el psicólogo de cabecera estaba con gripe, pero se esmeró en aclararme que no jodiera, que eso era solamente gripe. ¡Ja! Cinco días más tarde Bedó volvió a llamar, porque García Rocco había muerto. No necesito explicar lo que mis compañeros de grupo me gritaron. Fuimos al velorio y en la calle estaban reunidos todos los psicólogos de Uruguay (era un grupo excesivamente extendido) y al pasar tuvimos que oír sus conversaciones en las que se entre-oía ‘¡Ufa, ahora nuestros pacientes van a elaborar nuestras propias muertes!’ Ese comentario me pareció de un cierto mal gusto, considerando que todos los pacientes estaban exactamente ahí, sufriendo.

A rey muerto, rey puesto, y el observador tomó por su cuenta el comando de la situación y fue el único encargado de nosotros por un tiempito más. Me fascinaba. Las sesiones eran una especie de demostraciones de inteligencia, donde nos mandábamos un tira y afloja de insinuar datos literarios, folklore y mitología griega, a ver si el otro lo entendía. Para mí, muy satisfactorio. El resto del grupo no entraba en el jueguito. Pero, por esa época apareció alguien en mi vida, y vi que era para líos en serio. No me imaginé que ése sería el marido que aún tengo desde hace 36 años.

Bueno, el gobierno militar se encargó de hacerme terminar con la terapia de grupo. De los ocho ya quedábamos solamente cinco y de los dos psicólogos, uno sólo. Cuando me tuve que ir, con los cuatro restantes, no pareció bueno seguir, por lo que todo el grupo se anuló. Me sentí muy culpable, pero no fue mi responsabilidad.

Es curioso cómo, cuando el peligro es real, no hay depresión ni ansiedad. El miedo aumenta la fuerza. Se hace lo que se debe y a no joder más. Es que no había otra solución. Y así fue que agarré el pelapapas, me fui a Buenos Aires, me separé de un marido y me fui a vivir con el actual, tuvimos un hijo y con una beca nos vinimos a los EEUU.

La maternidad no era cosa para la que yo estuviera preparada. No tenía ni idea de por qué la gente quiere tener hijos. Nunca pensé que fueran realmente necesarios. Pero al tenerlos, y sí, son lindos. Aunque eso no me aumentó el entusiasmo al ver bebés ajenos. Los bebés son más bien molestos.
Después de varios años, dos hijos, mudanza a Chicago, carrera en Lingüística, un trabajo de profesora en la misma universidad donde estudiaba, más todas las tareas domésticas de rigor (acá no hay ‘empleadas’ cuando no hay sueldos excesivos como para pagarlas), me deprimí. No fue un ataque cortito sino semanas y meses que se hicieron años, y cada vez más angustiada. Empecé a ver psicólogos y psiquiatras, que me medicaron como correspondía. Algunos medicamentos funcionaron de a ratos, otros no, y muchos tenían efectos secundarios demasiado serios. Pasé de 43 kilos a 70, y vuelta a los 43.

Los psiquiatras en el seguro de salud de la Universidad de Chicago, no duraban mucho. Se sentían poco respetados, y pasé por cinco, que se fueron a otra universidad apenas pudieron. Y con cada uno nuevo, tenía que empezar con mis historias desde el vamos. No fue una experiencia agradable. Algunos me cayeron bien, otros imbancables. Al fin, apareció uno, de Islandia, Ilpo Kaariainen, petiso, rubio, aliento a alcohol, buen tipo, familia agradable, tres hijas chicas, y me medicó hasta lograr algo que me sacara del pozo, al menos para poder viajar, cosa que hacía años que no hacía. Claro, esas porquerías engordan, pero a esa altura lo único que quería era sentirme menos deprimida. Y con 20 kilos agregados, había mucho más para desdeprimir.

Veía al psiquiatra cada dos semanas, pero no había mejoría real. Un día cualquiera empiezo a tener un síntoma extraño, de no poder respirar, agitarme, temblar, en fin, todo lo que uno se imagina en estos casos. Dije ‘uno se imagina’, pero yo no, porque nunca había tenido nada así. Me sentía tan mal, que fui a la urgencia de la Universidad, porque no me aguantaba ni yo misma. Me revisan y muy displicentemente me dicen que eso es un vulgar ataque de pánico y que esperara a que mi psiquiatra me volviera a ver. Que tal vez demorara un poquito, porque el buen señor en ese mismo momento estaba en cirugía, por un accidente de auto bastante grave, pero estaba vivo. Curioso que justo me diera el ataque durante su accidente de auto. Pregunté si podía tomar algún tranquilizante y dijeron que no se iban a meter, que yo estaba en manos de un médico y que tendría que esperar. Gran solidaridad.

Un par de semanas más tarde, Ilpo retomó la práctica. Lo vi llegar con una pierna dura, dibujando arcos horizontales a cada paso y se enojó porque en la emergencia no me habían dado nada para el ataque de pánico. Que no le gustaba que los pacientes se quedaran sin su ayuda, por lo que ya había comprado un teléfono celular exclusivo para asuntos de emergencia y me conminó a usarlo tanto como lo necesitara. Me da el número, y también el teléfono de su casa y la dirección de correo electrónico, todo para evitar la desconexión paciente/psiquiatra. Le pareció extraño que mi ataque de pánico hubiera sucedido exactamente el día de su accidente, pero bueno, ya nadie cree en brujas.

Ahí me cuenta la historia de su accidente y cómo él siempre practicó futbol/soccer, pero la pierna ahora no le servía y nunca más podría jugar. Y por supuesto, también me explicó que él mismo estaba en terapia para ver si podía controlar su angustia por la falta del fútbol. Como de costumbre, me preguntó mi opinión sobre SU terapia y juro que no me interesaba demasiado tener que consolarlo. Me recetó más Valium y chau. Y él también tomó los necesarios. Le dije que francamente él no lucía muy bien y que o se tranquilizara, o se iba a morir. Me miró algo sonriente y como todo el mundo, no me creyó. Ay, los idiotas.

De repente, empieza a faltar al trabajo. Me cancelaron una cita, él no contestó al teléfono, le mandé correos y no contestó, por lo que fui a buscar en la Internet a ver si le había pasado algo. Y encuentro bajo su nombre una historia muy curiosa, en la cual la mujer llamó a la policía diciendo que su marido no había vuelto, pero cuando la policía llega, lo encuentran tranquilamente durmiendo la mona en su auto, dentro del garaje. El artículo tenía un final dudoso, donde la esposa alegremente decía que entonces su marido realmente no había desaparecido. Pensé que ese hombre iba por mal camino.

A la semana recibí una carta de la universidad, diciendo que el buen doctor decidió comenzar una práctica privada y que ya no atendería más en el piso de psiquiatría. Y no solamente eso, sino que el Hospital de la Universidad de Chicago ya estaba harto de todo ese tema y simplemente, cerraban el servicio. Que no habría más sesiones, pero para los pacientes que estaban medicados, un médico cualquiera podría recetar la misma medicación por dos meses más, y que hiciéramos el favor y buscáramos un reemplazo lo antes posible. Para una depresión no es muy agradable recibir noticias así sin tener idea de dónde se podría encontrar otro psiquiatra que, además, aceptara el seguro de salud que yo tenía.

Nada, que una amiga me dio el nombre de uno cualquiera, fui, empecé con toda la historia otra vez, me medicó, no mejoré nada, pero logré convencerlo que me recetara lo mismo que en esa época le daban a mi hermana en Montevideo y que le había hecho bien. Dijo que no, que yo ya había demostrado que era inmune a los tricíclicos, que el hecho de que mi hermana hubiera respondido a esa medicación no era indicación de nada y que no jodiera más. Le dije ‘Humor me’, y me recetó la cosa. Si será viejo ese medicamento que costaba más barato que la aspirina. Y en dos semanas, me sentí fantásticamente mejor, y de eso ya hace siete años.

A los pocos meses me pregunté qué sería de Ilpo. Abro la internet con su nombre y veo un mensaje de apoyo a su hermana, por la muerte del hermano. Busco algo más, y sí, había muerto de convulsiones provocadas por la cirrosis. Eso le pasó por no darme pelota.

Con todo, maté solamente a dos psicólogos/psiquiatras, que considerando a todos los que vi, no es una proporción tan disparatada. Mi psiquiatra actual, un judío narigón de N.York, me pidió por favor que le avisara con tiempo, así preparaba su testamento. Le prometí cumplir. Y de inmediato, pasó a contarme su vida y sus problemas…

Monday, January 16, 2012

Pumpkin en casa (2012)

El gato de Marcela, que se cree perro.

Monday, January 2, 2012

Ningún gato nuestro se va a ir a España.

Ningún gato nuestro se va a ir a España.

Me acordé de esto que pasó con una amiga argentina, cuyo ex-novio/ahora-marido es de Canarias. Marcela vive en Chicago y el Juano en Lanzarote. Y se comunican vía computadora.

Marcela tenía un gato, al que adoraba. Lo dejaba pasear por los pasillos del edificio donde ella vivía. Un día alguien dejó la puerta de calle abierta y el animalito quedó chato bajo un camión. Pasamos el duelo malamente y un tiempito después, el marido sugirió que se consiguiera otro gato. Ella se fue al ‘Cat House’ donde tienen gatos a patadas y te cobran solamente por las vacunas y la previa castración obligatoria. Volvió llorando a lágrima viva porque se enamoró de un gato gris, pero le hicieron la entrevista para saber si tenía experiencia con la especie gatuna y ahí... Ella explicó lo que había pasado y que quería gato nuevo porque se iba a Lanzarote a visitar al marido y quería ir con gato y todo. La echaron de allí, diciéndole que ‘Ud. es una mala madre’ (en inglés, claro). Y para peor, cuando llegó a la casa, encontró un mensaje en el teléfono donde decían ‘Ningún gato nuestro se va a ir a España’.

Por supuesto nos enojamos y planeamos la pesca de ese gato. Me vestí con un traje negro de lana, de esos que tal vez usé dos veces, pollera recta, bastante larga, y chaqueta seria. Camisa blanca, pero me pareció demasiado – ya me estaba pareciendo a Eva Braun - y me puse una de color. Medias de nylon y zapatos de taco alto (también usados dos veces en total).

Marcela me explicó exactamente el gato que quería, que era entrando, hacia la derecha, la cuarta jaula, gato gris, con letrerito que decía “Maxwell”. Imposible equivocarme. Le habían puesto ese nombre porque lo habían encontrado en la calle así llamada, con una pata destruida. Un cirujano veterinario le hizo un injerto con una cirugía fantástica, a la vista de muchos estudiantes de Veterinaria y la única secuela que le quedó al gato era que cuando se entusiasmaba, la pata derecha se le levantaba totalmente estirada, haciendo un perfecto saludo de Hitler. Por otra parte, ya estaba listo para la adopción.

Me hice la distraída al pasar por su jaula, pero volví enseguida y señalé diciendo: “Éste es el gato que quiero”. Lo miré fijo, él a mí - nos miramos cara a cara, y atacó el gris primero- y fue odio a primera vista. Saqué al desgraciado de la jaula, me senté, me lo puse en la falda, y el hijo de puta largó todas las garras, atravesándome pollera y medias. Lo agarré amorosamente del cuello, para que no me jodiera más y le dije a la voluntaria que me estaba atendiendo, ‘Look, we are bonding already’! Y largué el extraño diptongo inglés que se usa al babearse frente a un hermoso bebé, o sea ‘ouuuuu’… Y el gato contestó: j j j j j j ! Mierda, que ese gato era un villano.

Paso a la entrevista, y me empiezan a preguntar hasta lo que como.
De dónde soy? – de Uruguay (eso no les gustó).
Que cuántas horas voy a dejar al gato solo? –Ninguna, porque trabajo desde casa, en traducciones. (total mentira, pero les gustó)
Que dónde vivimos? – En un barrio aceptable. (El barrio más interesante de Chicago, pero algo peligroso, digamos).
Que si sé cuánto cuesta mantener a un gato, anualmente? – Sí, claro.
De qué trabaja mi marido? – Es médico (eso le encantó. Pidió datos concretos y se los di. Si me hubieran preguntado esto antes, no hubieran necesitado hacerme la pregunta anterior).

Todo parecía ir bien, hasta que me preguntaron qué experiencia tengo con gatos. Les dije que siempre tuve y que en ese momento tenía una gata de la cual estaba muy orgullosa. – ¿De qué edad? – Tiene 16 años. – “Ahhh, entonces no puede llevarse a Maxwell porque es muy joven. Tiene que llevarse algún gato más viejo, porque su gata no va a aceptar a un cachorro”. La puta que los parió.

La convencí de que eso no sería problema, que teníamos gatos que venían de visita y que nuestra gata los recibía contenta. (¿quién carajo va de visita con gatos a cuestas?)
Se fueron a cuchichear dos voluntarias, a decidir mi destino. Aceptaron darme a ese hijo de puta, con la condición de que dentro de dos semanas dejara venir a casa un inspector (¡¡!!) a ver cómo marchaba la cosa. Les dije que sí, por supuesto, ningún problema, y enormes sonrisas.

Salgo blandiendo la caja de cartón donde metieron al gato, derecho al auto de Marcela que estaba esperando en la esquina. Ella recuerda ese momento con gran cariño. Dice que le tiré la caja encima y dije: ¡ahí tenés a tu gato de mierda! Y vimos un hilito de sangre bajándome por las piernas.

Todo bien, y a la semana, Marcela se va con su gato a las Canarias y punto. No más gato en Chicago. Una semana más tarde, de repente, suena el teléfono. Es de la casa de los gatos, a fijar fecha de visita de inspección. Yo no sabía qué decir para que no meterme en más líos, y me salió una diarrea verbal con una historia totalmente disparatada (vieron como a veces decimos algo y nuestro otro yo nos mira, pensando ‘¿de dónde sacás tanto disparate?’). Me salió un cuento de lo maravillosa que era la situación, que los dos primeros días mantuve a los gatos separados, dejándolos oler trapos usados por el otro, y que mi gata vieja no se enojaba pero tampoco daba pelota, ‘hasta hace tres días’, que cuando llegó la hora de comer, mi gata no empezó porque el otro no estaba al lado. Y como el otro se demoró, ella empezó a maullar hasta que vino. Que no, no eran íntimos amigos, pero ella se portaba muy maternalmente.

La mujer del otro lado del teléfono quedó contentísima. “Ah, pero qué bien, las cosas están como se debe, entonces. Bueno, no le tenemos que mandar al inspector”. Le agradecí la preocupación demostrada y prometí ir a buscar más gatos cuando tuviera necesidad. Corté y respiré muy hondo, porque no se me ocurría qué carajo decirle a ese posible inspector si se hubiera aparecido por casa.

El talento culinario de Doña Regina.

El talento culinario de Doña Regina.

Mi mamá fue la madre judía más a trasmano de la tradición que uno pudo encontrar. Tenía muchas de las fallas y pocas de las virtudes. Por supuesto, su pasado en un shtetl de Polonia la marcó para siempre, pero todos los judíos pasaron por problemas similares pero salieron más, digamos, judíos normales.

Dos temas fundamentales: no quiso que sus hijas estudiaran y fue la cocinera más terrible que conocí. Sobre el primer tema, no había argumento plausible. Nunca escuché ninguno, salvo ‘no’.
Sobre el segundo, ella siempre decía: “No me gusta comer y por eso no me gusta cocinar”. Y ahí seguía: “Yo como, porque no tengo más remedio. Si fuera por mí, no comería nunca. Y claro, así me podría morir y mis hijas no tendrían madre”. Particularmente conmigo, seguía: “Pero, ¿por qué, si yo no tuve, vos tenés que tener una madre tan buena como yo?” (Astutamente, nunca le contesté).

A continuación, relataba la historia de su madre que murió en el parto de su sexto hijo, y cómo el shtetl casó de inmediato al padre con una mujer tan fea y mala que no había podido conseguir marido mejor. El nuevo marido llegaba ya provisto de cuatro hijas y un hijo, todos chiquitos. Y la mujer resultó ser alguien que, si es cierto, dejaba por el suelo a la madrastra de Cenicienta. Los trató a todos muy mal, no los alimentaba, tuvo una nena fresca con su nuevo marido y obligaba a las hijastras a cargarla en hombros todo el día. Sí, en los hombros, no en los brazos. O al menos así me lo contaba. Apenas el padre murió, los 5 hermanos se fueron de la casa, rumbo a Varsovia, y nunca más supieron de la madrastra ni de su hijita.

Lo de la cocina, es tema independiente. Como dijo una vez mi sobrina: “La abuela Regina es la única persona que conozco que puede matar una bolsa de fideos”. Gran verdad. Echaba los fideos en el agua y empezaba a revolver. Y seguía y seguía, hasta que la pasta se deshacía y quedaba en el fondo de la olla una montaña pegajosa, imposible de separar. A la hora de comer, venía a la mesa con la olla y un imprescindible cucharón y nos echaba en los platos una bola de masa informe y gelatinosa, sin siquiera grumos de los que agarrarse. Digamos que se podía definir por el ruido que hacía al servirla. Plop. Y conste que eso era lo mejor de la cena.

Peor eran los tucos. Siempre fue muy dada a comer saludable, lo que se tradujo como ‘nada de grasas’ ni nada de gustos. Una vez nos explicó que había conseguido una manera más sana de hacer salsa para pastas. Había eliminado totalmente el aceite y ‘doraba’ la cebolla en agua. Ahí, agregaba la zanahoria rallada en esa agua vagamente encebollada. Tal vez algún tomate, sin piel ni semillas, y de ser posible sin sal ni condimentos. El resultado era, obviamente, un asopáu de cebolla y zanahoria hervida. Esa combinación, volcada encima de la masa de los ex-fideos, hacía las delicias de mi familia. “¿Está rico mi tuquito, no?”, preguntó una vez. Mi papá y yo nos agarramos las manos bajo la mesa, para poder contestar a dúo ‘sí’, sin reírnos. Era de terror.

Otra brillantez eran sus milanesas. “Las milanesas de tu hermana son negras y crocantes, no blancas y blanditas como las mías”. Ni que hablar que cada vez que yo podía, me escapaba a comer buenas milanesas a casa de mi hermana.

No es por casualidad, que no aprendí a cocinar ni un huevo duro. La primera vez, a los 19 años y ya casada, que fui a hacer un churrasco, lo puse en plancha fría por no saber que había que calentarla primero. El humo me enseñó.

A veces envidiaba a mis amigas que iban contentas a sus casas porque la madre ese día había hecho algo especial. Aunque parezca mentira, mi madre no tuvo nunca recetas especiales de ningún tipo. Yo era un asco para comer y eso la sacaba de quicio. En el examen de salud obligatorio al que debíamos ir para un carnet de salud, antes de entrar a secundaria, me pusieron ‘síntomas de raquitismo’. Y por eso, mi mamá me chilló y chilló, durante un par de horas – y siguió acusándome durante muchos años, de la vergüenza que la había hecho pasar con esa nota en el carnet. La culpa era definitivamente, mía.

Lamento que ella ya no esté, porque tal vez si yo pudiera ir a comer a su casa de vez en cuando, no me costaría nada mantenerme en un peso más saludable que el que tengo ahora.