Monday, September 12, 2016

Holocausto y otras yerbas (otra vez pensando)

Dado que ayer fue Setiembre 11 (Allende en Chile en 1973, las torres gemelas en el 2001, Benghazi en el 2012) los diarios no nos permiten olvidar que ese día pasaron ‘cosas’.

Se me combinó con un artículo que leí hace poco, de alguien que recordaba lo que era en su casa el tema del Holocausto (O ‘der jurbn’, pero no ‘shoah’ ya que el hebreo moderno no había sido reinventado aún mientras sucedía).
¿Nuestros padres, hablaban de esto? ¿Cómo lo recordamos? Los padres y las madres lo hablaban igual o diferente?

Como es razonable, nuestros padres tenían visiones distintas de lo que habían vivido y de lo que debían contarle a sus hijos. Yo realmente no recuerdo a mi papá hablando de eso. Ya de más grande, me contó que la razón por la que tuve tíos y tías solamente de parte de mi mamá, es que TODA la familia de él había sido muerta en las cámaras de gas de un campo de concentración. Y también recuerdo que me dijo que estaba contento porque una primita mía de 7 años había muerto unos días antes de sarampión, por lo que se salvó del gas. Se lo dijo ‘un paisano’ de Brezne, que había sobrevivido ese campo y logró llegar a Uruguay. La culpa del sobreviviente no debe ser cosa fácil de llevar y hay que aferrarse a las alegrías que se puedan tener.

Mi mamá, en cambio, llegó a Uruguay con todos sus hermanos y hermanas (en un plazo de dos años habían logrado llegar los cinco). Tal vez eso la ayudó a sentirlo menos y a explicar más de lo necesario. Tampoco hablaba demasiado del tema, pero no le hacía ascos. ¿Cómo se le explica a una nueva generación lo que pasó en esos tiempos? ¿Cómo? Para mi, la guerra, siempre estuvo muy presente. El pesimismo siempre triunfa.

Digamos que en el Zhitlovsky tampoco recuerdo que se insistiera tanto en el tema (o lo borré). El Levantamiento del Ghetto de Varsovia del 19 de abril, eso sí porque era muestra de heroísmo. Me temo que los que construyeron el club no se sentían muy heroicos, precisamente por haber sobrevivido. Nunca digerí bien ese asunto. Seguramente algunos de los que lean esto, lo recordarán.

Las canciones de la ‘escuela idish’ (donde lo único que no necesitábamos aprender era idish, ya que eso se hablaba en las casas y lo teníamos como otro idioma nativo) nunca olvidaban el Himno de los Partisanos - que yo aparentemente siglos después se lo cantaba a mis hijos como canción de cuna, o al menos así lo recuerdan ellos, junto con el Himno a la Unidad Popular de Chile, vaya a saber por qué. El hecho es que mis hijos saben la música de los dos y dudo que sea por haberlo soñado. Gran madre, pobres...
En el coro del club también cantåbamos otras canciones más tenebrosas (¿alguien se acuerda de ‘Vintn’? Esa donde los ranchos de lata dejaban pasar el frío ruso y los niños pedían a coro ‘mamá, mamá, pan”?  Esa canción fue mi castigo. Mi mamá me la recordaba cada vez, diciendo “¿Ves, no te das cuenta que los niños pasaban hambre y vos no querés comer la comida tan rica que yo te cocino?”. Eso de que la comida fuera realmente rica, es tema de discusión. La respuesta era simplemente ‘no’. Es que esas palabras solían seguir con  “ Mi mamá se murió cuando yo era chiquita. Ojalá yo me muera pronto así sabés lo que es perder una madre tan buena como yo”.

Lo que sí recuerdo es el amor que mi papá sentía por Uruguay, y cómo me decía que, pasara lo que pasara, en Uruguay jamás sucedería lo que sucedió en Europa. No sé por qué lo tenía tan claro, pero me parece que no eran solamente palabras, que era directamente del corazón. Mi papá amaba al Uruguay.

Mi mamá, en cambio … en fin. Yo, en la escuela, ya en 5º año, como buena lora, era la abanderada. Y llegó no sé si el 18 de julio o el 25 de agosto (pleno invierno) y hubo celebración, como todos los años. La bandera pesaba un quintal. Sin que yo supiera, la maestra había hablado con mi mamá para felicitarla por mi abanderamiento y para invitarla a asomarse por la puertita para ver el enorme patio abierto donde se realizaría el acto. A los padres no se los invitaba porque se supone que tenían que trabajar, pero las madres eran unas vagas con tiempo libre. En mi casa trabajaban los dos a la par, por supuesto.

Mi mamá, furiosa. Y me chilló a mí, como correspondía. “¡¿Qué?! ¿Te creés que no tengo nada mejor que hacer que cerrar la joyería para ir a la escuela a ver como levantás un trapo sucio?”

Curiosamente, me dolió, aunque fuera un ritual vacío de contenido y que la bandera de mi escuela realmente no estaba inmaculada. Pero no me gustó - era parte de la personalidad de ella y de tomar lo positivo siempre para el lado de los tomates. Si pensás en lo negativo, nunca te vas a desilusionar. Yo aprendí de ella.

No recuerdo antisemitismo real. Mi papá siempre me decía: “En Uruguay puede haber antisemitas, pero no hay antisemitismo”. Yo era demasiado chica para entender la diferencia. Siempre estuve segura que Hitler aparecería en algún momento y que yo no debía preocuparme tanto por el futuro, porque sería bien cortito. La idea de la muerte cercana e inevitable.

Una vez, un compañero de clase (en realidad, un buen chico - aún recuerdo su nombre) se enojó por algo y me gritó “Judía de mierda”. Lo recuerdo como la única vez que alguien me dijo algo así y por supuesto, largué el moco. De ahí al gaseo, un solo paso. Traté de contårselo a la maestra (como siempre, yo, la lora) que me exigió que repitiera lo que me habían dicho. Sobándome los mocos me negué, diciendo que mi mamá no me dejaba usar esas palabras. La maestra entonces dijo “Bua, si no me lo decís, no te dijeron nada” y ahí quedó. Pensé que era cruel pero ahora me parece una buena aplicación de Makarenko. Si no se dice, no existe.

Volví a mi casa llorando y no me animé a contarle eso a nadie. Mala noche. Al día siguiente miré a ver si habían empezado a construir, por la calle Maldonado, algún edificio grande que pudiera semejarse a mi idea de un campo de concentración. Las 11 líneas de tranvías que pasaban por la calle no dejaban ver mucho, pero no, no había edificios grandes en construcción.

Fui a la escuela, temblando, pero al entrar a la clase, estaba mi compañera de banco María Isabel Palombo, con una sonrisa, ya sentada esperando. Y Susana Grela con dos chicles Bazooka en la boca, a repartir, ya masticados, entre cuatro de nosotras. La madre tenía kiosko y le había dicho que no podía llevarse paquetes sin abrir pero que ella podría comer lo que quisiera. Susana solucionó el problema a costa de destruirse la mandíbula. Todo se me curó en el momento y creo que no volví a tenerle miedo al Uruguay.