Saturday, August 3, 2013

Pajuerana en los EEUU

Una pajuerana en los EEUU y los primeros encuentros con el racismo.

 Cuando recién llegamos a los EEUU, por allá por 1998, sentíamos que este país no nos iba a enseñar nada nuevo porque éramos unos uruguayos sofisticados – como todos los uruguayos - que se las sabían todas. Gran sorpresa.

 Partamos del detalle de que no teníamos ni la menor idea de que estar en la Universidad de Yale fuera algo particularmente especial. Ahora nos da risa darnos cuenta de lo brutos que éramos. No solamente no sabíamos nada del prestigio autodeclarado, sino que, cuando en Buenos Aires, me enteré que New Haven era una ciudad chica, quise traer sábanas, porque aquí tal vez no se conseguirían. No las traje, pero mi marido sí se trajo el martillo y una llave inglesa, que habíamos comprados usados en una feria, porque eran un tesoro inapreciable que posiblemente no se conocían en los EEUU.

Yo, en cambio, empaqueté mi poncho de Manos del Uruguay. Y para Gastón, nuestro hijo de 6 meses, una cuna plegable. Dos valijas para tres personas. Esos eran todos nuestros bienes materiales en el mundo. No es un chiste. Dos valijas.

 Podríamos habernos dado cuenta que habría diferencias ya cuando los primeros días tuvimos que quedarnos en la mansión suburbana del profesor con quien iba a trabajar mi marido. Para la cena agarró UNA costilla congelada del refrigerador, la hizo, y la partió prolijamente en tres, para que cada uno de nosotros tuviera su dosis de proteína. Ya la vimos fea… Y al final de la cena, preguntó: "¿Estuvo buena, no?"

Y el buen hombre al otro día se fue a un meeting, y quedamos solos, en medio del suburbio de lujo, lejos de transporte, lejos de supermercados, y aún sin auto. En fin, fue interesante, por decirlo de alguna manera. Malalo se iba a trabajar (lo pasaba a buscar alguien del laboratorio) y yo quedaba sola con un Gastón de 6 meses, sin poder salir a ningún lado más que al enorme jardín. El quinto círculo del infierno.

 Nada grave pasó hasta que, cuando al fin, conseguimos apartamento, nuestra nueva vecina entró rápidamente a mostrarnos cómo funcionaba la luz eléctrica y esperó ver nuestra cara de admiración. No la consiguió y quedó sorprendida.

 En pocos días nos topamos con gente con otras actitudes totalmente desconocidas para nosotros. Y como no sabíamos nada de la cultura y organización de la enseñanza en los EEUU, no teníamos ni idea de cómo se hacían las cosas. Como buena pretenciosa, pensé que podría revalidar y seguir estudiando arquitectura aquí y que eso no sería complicado ya que estábamos en Yale University, donde hay una escuela en esa especialización. Para mejor, el decano, Pelli, era argentino, con lo cual el hecho de que yo no supiera un carajo de inglés, parecía fácil de resolver. Hablar en español era fácil.

Y ahí mismo pedí una cita con el tal decano. Me recibió con una sonrisita fija, que creo que lleva eternamente implantada en la cara. Sin más, le dije que estaba interesada en revalidar lo que había estudiado en Uruguay, y que me interesaría conseguir un título de Yale. Me miró con una cara muy curiosa, preguntando si sabía lo que estaba pidiendo. No entendí y me explicó que en Yale toman 25 alumnos por año, aunque se anotan unos 2500.
Siguió aclarando que esa era una de las mejores facultades del mundo y que ‘Muchos nombres importantes están en la lista, esperando ser admitidos’. Traducción: muchos arquitectos conocidos tenían hijos que querían ir a Yale, simplemente porque sus padres habían hecho eso y la vida les era fácil.

 Yo seguía sin entender bien, y pregunté por qué no dejaban que más gente se anotara, si total, los que saldrían perdiendo serían los alumnos mismos, si no estaban a la altura de lo necesario.
Al estilo uruguayo, basta con decir que uno quiere hacer algo en la universidad, y lo hace. Si le va mal, se jode. Y ya está. Me dijo que así acá no se hace. Que tenía derecho a anotarme, y presentar documentación y carpeta de trabajos realizados y esperar la decisión más o menos dentro del año. Le dije que no tenía carpeta porque no había podido traerla desde Uruguay (dado que era argentino, pensé que no necesitaba darle datos más concretos, ni mencionar que los milicos me habían quemado todo.) Me contestó que sin carpeta no aceptaban a nadie, “porque los standards del país del estudiante pueden no ser los mismos que acá”. Y agregó: “Porque Ud. sabe que en muchos países del mundo, los títulos se compran”.

Volví a aclararle que yo era de Uruguay, y que como él era argentino y había estudiado en Tucumán, sabría que ni ahí ni en Mdeo. se compraban los títulos con tanta facilidad. Se removió incómodo en su silla, mirando fijo pero manteniendo la sonrisita en la cara e inmediatamente aclaró que “Pero yo hice mi carrera acá” y que eso debía quedarme claro.

 “¿Y por qué quiere venir a Yale?”, me preguntó. Le expliqué que mi marido tenía una beca y estábamos los tres viviendo ahí mismo. “Ah, pero entonces ¿por qué no prueba con una escuela que hay en Kansas, donde tal vez la admitan? No sé si Ud. sabe, pero acá nadie pretende estudiar en un lugar determinado, solamente porque la familia se encuentra ahí”.
 Ahí confieso que me dejó bastante cortada y consideré que el tipo era un repugnante sin corazón. Culpa totalmente mía. Él decía la verdad –ahora lo sé - y era yo la que no sabía los códigos de este país. Los métodos de selección de alumnos me eran desconocidos. Toda la entrevista me resultó totalmente ininteligible y me di cuenta que me estaba dando contra una pared. Pasó la hora y me despedí cordialmente, para no verlo más.

Cuando me estaba yendo, me llama la secretaria, una mujer alta, bien vestida y muy negra. Me extrañó que me quisiera decir algo, pero me hizo entrar a su oficina y me preguntó: “¿Por qué no se cambia de apellido?” La miré con cara de interrogación. No se me ocurría que es lo que trataba de decirme. “Mejor tome el de su marido”, aclaró. No quiero ni pensar en la cara que puse, porque no veía la relación entre mi intención de estudiar y esa pregunta. Como me vio cara de babieca, aclaró: “Su marido se llama Díaz y Ud. Steinberg. Para postular acá, le conviene más llamarse ‘Elisa Díaz’”

 Empecé a sospechar, como buena judía minoritaria que era en Uruguay, donde ‘judía de mierda’ no era un calificativo totalmente desconocido para mí, que el comentario de la secretaria era más complicado de lo que me imaginaba. Parecía que pasé de minoría en Uruguay, por ser judía, a ser mayoría en los EEUU por la misma razón. Y que un apellido hispano, mayoría en Uruguay, pasaba a ser total minoría en este país. Y que eso importaba.

Pregunté entonces si había “cuotas” para hispanos, y se apresuró a decir que no, formalmente no, pero “siempre queda bien tener algunos apellidos hispanos en la lista”. Y aclaró: “Es que hay mexicanos y puertorriqueños, pero los uruguayos son mejor mirados”.

 Vuelvo a repetir que la señora era negra por lo que sabía lo que era el racismo. Tanto lo sabía que, aparentemente, había decidido usarlo para facilitar la vida de otros. Digamos que – como se dice por acá- con limones hizo limonada, aunque hasta el día de hoy no me queda claro si eso es algo bueno, o no.