Monday, January 2, 2012

Ningún gato nuestro se va a ir a España.

Ningún gato nuestro se va a ir a España.

Me acordé de esto que pasó con una amiga argentina, cuyo ex-novio/ahora-marido es de Canarias. Marcela vive en Chicago y el Juano en Lanzarote. Y se comunican vía computadora.

Marcela tenía un gato, al que adoraba. Lo dejaba pasear por los pasillos del edificio donde ella vivía. Un día alguien dejó la puerta de calle abierta y el animalito quedó chato bajo un camión. Pasamos el duelo malamente y un tiempito después, el marido sugirió que se consiguiera otro gato. Ella se fue al ‘Cat House’ donde tienen gatos a patadas y te cobran solamente por las vacunas y la previa castración obligatoria. Volvió llorando a lágrima viva porque se enamoró de un gato gris, pero le hicieron la entrevista para saber si tenía experiencia con la especie gatuna y ahí... Ella explicó lo que había pasado y que quería gato nuevo porque se iba a Lanzarote a visitar al marido y quería ir con gato y todo. La echaron de allí, diciéndole que ‘Ud. es una mala madre’ (en inglés, claro). Y para peor, cuando llegó a la casa, encontró un mensaje en el teléfono donde decían ‘Ningún gato nuestro se va a ir a España’.

Por supuesto nos enojamos y planeamos la pesca de ese gato. Me vestí con un traje negro de lana, de esos que tal vez usé dos veces, pollera recta, bastante larga, y chaqueta seria. Camisa blanca, pero me pareció demasiado – ya me estaba pareciendo a Eva Braun - y me puse una de color. Medias de nylon y zapatos de taco alto (también usados dos veces en total).

Marcela me explicó exactamente el gato que quería, que era entrando, hacia la derecha, la cuarta jaula, gato gris, con letrerito que decía “Maxwell”. Imposible equivocarme. Le habían puesto ese nombre porque lo habían encontrado en la calle así llamada, con una pata destruida. Un cirujano veterinario le hizo un injerto con una cirugía fantástica, a la vista de muchos estudiantes de Veterinaria y la única secuela que le quedó al gato era que cuando se entusiasmaba, la pata derecha se le levantaba totalmente estirada, haciendo un perfecto saludo de Hitler. Por otra parte, ya estaba listo para la adopción.

Me hice la distraída al pasar por su jaula, pero volví enseguida y señalé diciendo: “Éste es el gato que quiero”. Lo miré fijo, él a mí - nos miramos cara a cara, y atacó el gris primero- y fue odio a primera vista. Saqué al desgraciado de la jaula, me senté, me lo puse en la falda, y el hijo de puta largó todas las garras, atravesándome pollera y medias. Lo agarré amorosamente del cuello, para que no me jodiera más y le dije a la voluntaria que me estaba atendiendo, ‘Look, we are bonding already’! Y largué el extraño diptongo inglés que se usa al babearse frente a un hermoso bebé, o sea ‘ouuuuu’… Y el gato contestó: j j j j j j ! Mierda, que ese gato era un villano.

Paso a la entrevista, y me empiezan a preguntar hasta lo que como.
De dónde soy? – de Uruguay (eso no les gustó).
Que cuántas horas voy a dejar al gato solo? –Ninguna, porque trabajo desde casa, en traducciones. (total mentira, pero les gustó)
Que dónde vivimos? – En un barrio aceptable. (El barrio más interesante de Chicago, pero algo peligroso, digamos).
Que si sé cuánto cuesta mantener a un gato, anualmente? – Sí, claro.
De qué trabaja mi marido? – Es médico (eso le encantó. Pidió datos concretos y se los di. Si me hubieran preguntado esto antes, no hubieran necesitado hacerme la pregunta anterior).

Todo parecía ir bien, hasta que me preguntaron qué experiencia tengo con gatos. Les dije que siempre tuve y que en ese momento tenía una gata de la cual estaba muy orgullosa. – ¿De qué edad? – Tiene 16 años. – “Ahhh, entonces no puede llevarse a Maxwell porque es muy joven. Tiene que llevarse algún gato más viejo, porque su gata no va a aceptar a un cachorro”. La puta que los parió.

La convencí de que eso no sería problema, que teníamos gatos que venían de visita y que nuestra gata los recibía contenta. (¿quién carajo va de visita con gatos a cuestas?)
Se fueron a cuchichear dos voluntarias, a decidir mi destino. Aceptaron darme a ese hijo de puta, con la condición de que dentro de dos semanas dejara venir a casa un inspector (¡¡!!) a ver cómo marchaba la cosa. Les dije que sí, por supuesto, ningún problema, y enormes sonrisas.

Salgo blandiendo la caja de cartón donde metieron al gato, derecho al auto de Marcela que estaba esperando en la esquina. Ella recuerda ese momento con gran cariño. Dice que le tiré la caja encima y dije: ¡ahí tenés a tu gato de mierda! Y vimos un hilito de sangre bajándome por las piernas.

Todo bien, y a la semana, Marcela se va con su gato a las Canarias y punto. No más gato en Chicago. Una semana más tarde, de repente, suena el teléfono. Es de la casa de los gatos, a fijar fecha de visita de inspección. Yo no sabía qué decir para que no meterme en más líos, y me salió una diarrea verbal con una historia totalmente disparatada (vieron como a veces decimos algo y nuestro otro yo nos mira, pensando ‘¿de dónde sacás tanto disparate?’). Me salió un cuento de lo maravillosa que era la situación, que los dos primeros días mantuve a los gatos separados, dejándolos oler trapos usados por el otro, y que mi gata vieja no se enojaba pero tampoco daba pelota, ‘hasta hace tres días’, que cuando llegó la hora de comer, mi gata no empezó porque el otro no estaba al lado. Y como el otro se demoró, ella empezó a maullar hasta que vino. Que no, no eran íntimos amigos, pero ella se portaba muy maternalmente.

La mujer del otro lado del teléfono quedó contentísima. “Ah, pero qué bien, las cosas están como se debe, entonces. Bueno, no le tenemos que mandar al inspector”. Le agradecí la preocupación demostrada y prometí ir a buscar más gatos cuando tuviera necesidad. Corté y respiré muy hondo, porque no se me ocurría qué carajo decirle a ese posible inspector si se hubiera aparecido por casa.

El talento culinario de Doña Regina.

El talento culinario de Doña Regina.

Mi mamá fue la madre judía más a trasmano de la tradición que uno pudo encontrar. Tenía muchas de las fallas y pocas de las virtudes. Por supuesto, su pasado en un shtetl de Polonia la marcó para siempre, pero todos los judíos pasaron por problemas similares pero salieron más, digamos, judíos normales.

Dos temas fundamentales: no quiso que sus hijas estudiaran y fue la cocinera más terrible que conocí. Sobre el primer tema, no había argumento plausible. Nunca escuché ninguno, salvo ‘no’.
Sobre el segundo, ella siempre decía: “No me gusta comer y por eso no me gusta cocinar”. Y ahí seguía: “Yo como, porque no tengo más remedio. Si fuera por mí, no comería nunca. Y claro, así me podría morir y mis hijas no tendrían madre”. Particularmente conmigo, seguía: “Pero, ¿por qué, si yo no tuve, vos tenés que tener una madre tan buena como yo?” (Astutamente, nunca le contesté).

A continuación, relataba la historia de su madre que murió en el parto de su sexto hijo, y cómo el shtetl casó de inmediato al padre con una mujer tan fea y mala que no había podido conseguir marido mejor. El nuevo marido llegaba ya provisto de cuatro hijas y un hijo, todos chiquitos. Y la mujer resultó ser alguien que, si es cierto, dejaba por el suelo a la madrastra de Cenicienta. Los trató a todos muy mal, no los alimentaba, tuvo una nena fresca con su nuevo marido y obligaba a las hijastras a cargarla en hombros todo el día. Sí, en los hombros, no en los brazos. O al menos así me lo contaba. Apenas el padre murió, los 5 hermanos se fueron de la casa, rumbo a Varsovia, y nunca más supieron de la madrastra ni de su hijita.

Lo de la cocina, es tema independiente. Como dijo una vez mi sobrina: “La abuela Regina es la única persona que conozco que puede matar una bolsa de fideos”. Gran verdad. Echaba los fideos en el agua y empezaba a revolver. Y seguía y seguía, hasta que la pasta se deshacía y quedaba en el fondo de la olla una montaña pegajosa, imposible de separar. A la hora de comer, venía a la mesa con la olla y un imprescindible cucharón y nos echaba en los platos una bola de masa informe y gelatinosa, sin siquiera grumos de los que agarrarse. Digamos que se podía definir por el ruido que hacía al servirla. Plop. Y conste que eso era lo mejor de la cena.

Peor eran los tucos. Siempre fue muy dada a comer saludable, lo que se tradujo como ‘nada de grasas’ ni nada de gustos. Una vez nos explicó que había conseguido una manera más sana de hacer salsa para pastas. Había eliminado totalmente el aceite y ‘doraba’ la cebolla en agua. Ahí, agregaba la zanahoria rallada en esa agua vagamente encebollada. Tal vez algún tomate, sin piel ni semillas, y de ser posible sin sal ni condimentos. El resultado era, obviamente, un asopáu de cebolla y zanahoria hervida. Esa combinación, volcada encima de la masa de los ex-fideos, hacía las delicias de mi familia. “¿Está rico mi tuquito, no?”, preguntó una vez. Mi papá y yo nos agarramos las manos bajo la mesa, para poder contestar a dúo ‘sí’, sin reírnos. Era de terror.

Otra brillantez eran sus milanesas. “Las milanesas de tu hermana son negras y crocantes, no blancas y blanditas como las mías”. Ni que hablar que cada vez que yo podía, me escapaba a comer buenas milanesas a casa de mi hermana.

No es por casualidad, que no aprendí a cocinar ni un huevo duro. La primera vez, a los 19 años y ya casada, que fui a hacer un churrasco, lo puse en plancha fría por no saber que había que calentarla primero. El humo me enseñó.

A veces envidiaba a mis amigas que iban contentas a sus casas porque la madre ese día había hecho algo especial. Aunque parezca mentira, mi madre no tuvo nunca recetas especiales de ningún tipo. Yo era un asco para comer y eso la sacaba de quicio. En el examen de salud obligatorio al que debíamos ir para un carnet de salud, antes de entrar a secundaria, me pusieron ‘síntomas de raquitismo’. Y por eso, mi mamá me chilló y chilló, durante un par de horas – y siguió acusándome durante muchos años, de la vergüenza que la había hecho pasar con esa nota en el carnet. La culpa era definitivamente, mía.

Lamento que ella ya no esté, porque tal vez si yo pudiera ir a comer a su casa de vez en cuando, no me costaría nada mantenerme en un peso más saludable que el que tengo ahora.