Monday, January 2, 2012

El talento culinario de Doña Regina.

El talento culinario de Doña Regina.

Mi mamá fue la madre judía más a trasmano de la tradición que uno pudo encontrar. Tenía muchas de las fallas y pocas de las virtudes. Por supuesto, su pasado en un shtetl de Polonia la marcó para siempre, pero todos los judíos pasaron por problemas similares pero salieron más, digamos, judíos normales.

Dos temas fundamentales: no quiso que sus hijas estudiaran y fue la cocinera más terrible que conocí. Sobre el primer tema, no había argumento plausible. Nunca escuché ninguno, salvo ‘no’.
Sobre el segundo, ella siempre decía: “No me gusta comer y por eso no me gusta cocinar”. Y ahí seguía: “Yo como, porque no tengo más remedio. Si fuera por mí, no comería nunca. Y claro, así me podría morir y mis hijas no tendrían madre”. Particularmente conmigo, seguía: “Pero, ¿por qué, si yo no tuve, vos tenés que tener una madre tan buena como yo?” (Astutamente, nunca le contesté).

A continuación, relataba la historia de su madre que murió en el parto de su sexto hijo, y cómo el shtetl casó de inmediato al padre con una mujer tan fea y mala que no había podido conseguir marido mejor. El nuevo marido llegaba ya provisto de cuatro hijas y un hijo, todos chiquitos. Y la mujer resultó ser alguien que, si es cierto, dejaba por el suelo a la madrastra de Cenicienta. Los trató a todos muy mal, no los alimentaba, tuvo una nena fresca con su nuevo marido y obligaba a las hijastras a cargarla en hombros todo el día. Sí, en los hombros, no en los brazos. O al menos así me lo contaba. Apenas el padre murió, los 5 hermanos se fueron de la casa, rumbo a Varsovia, y nunca más supieron de la madrastra ni de su hijita.

Lo de la cocina, es tema independiente. Como dijo una vez mi sobrina: “La abuela Regina es la única persona que conozco que puede matar una bolsa de fideos”. Gran verdad. Echaba los fideos en el agua y empezaba a revolver. Y seguía y seguía, hasta que la pasta se deshacía y quedaba en el fondo de la olla una montaña pegajosa, imposible de separar. A la hora de comer, venía a la mesa con la olla y un imprescindible cucharón y nos echaba en los platos una bola de masa informe y gelatinosa, sin siquiera grumos de los que agarrarse. Digamos que se podía definir por el ruido que hacía al servirla. Plop. Y conste que eso era lo mejor de la cena.

Peor eran los tucos. Siempre fue muy dada a comer saludable, lo que se tradujo como ‘nada de grasas’ ni nada de gustos. Una vez nos explicó que había conseguido una manera más sana de hacer salsa para pastas. Había eliminado totalmente el aceite y ‘doraba’ la cebolla en agua. Ahí, agregaba la zanahoria rallada en esa agua vagamente encebollada. Tal vez algún tomate, sin piel ni semillas, y de ser posible sin sal ni condimentos. El resultado era, obviamente, un asopáu de cebolla y zanahoria hervida. Esa combinación, volcada encima de la masa de los ex-fideos, hacía las delicias de mi familia. “¿Está rico mi tuquito, no?”, preguntó una vez. Mi papá y yo nos agarramos las manos bajo la mesa, para poder contestar a dúo ‘sí’, sin reírnos. Era de terror.

Otra brillantez eran sus milanesas. “Las milanesas de tu hermana son negras y crocantes, no blancas y blanditas como las mías”. Ni que hablar que cada vez que yo podía, me escapaba a comer buenas milanesas a casa de mi hermana.

No es por casualidad, que no aprendí a cocinar ni un huevo duro. La primera vez, a los 19 años y ya casada, que fui a hacer un churrasco, lo puse en plancha fría por no saber que había que calentarla primero. El humo me enseñó.

A veces envidiaba a mis amigas que iban contentas a sus casas porque la madre ese día había hecho algo especial. Aunque parezca mentira, mi madre no tuvo nunca recetas especiales de ningún tipo. Yo era un asco para comer y eso la sacaba de quicio. En el examen de salud obligatorio al que debíamos ir para un carnet de salud, antes de entrar a secundaria, me pusieron ‘síntomas de raquitismo’. Y por eso, mi mamá me chilló y chilló, durante un par de horas – y siguió acusándome durante muchos años, de la vergüenza que la había hecho pasar con esa nota en el carnet. La culpa era definitivamente, mía.

Lamento que ella ya no esté, porque tal vez si yo pudiera ir a comer a su casa de vez en cuando, no me costaría nada mantenerme en un peso más saludable que el que tengo ahora.

No comments:

Post a Comment