Tuesday, June 20, 2017

Curandera

Curandera

Este es uno de los temas que me produjo una curiosidad malsana, de esas que te hacen buscar las causas, sin darme cuenta de que no hay que pensar tanto. Digamos, como en meditación, pensar y de inmediato borrarlo de la cabeza y concentrarse en la respiración.

Mi hermana (casi 15 años mayor que yo) tuvo un hijo cuando yo tenía 11 años y vivíamos todos en la misma casa. Grande sí, pero igual éramos muchos. En esa época, al menos en mi flia. los bebés tenían la obligación de irse a dormir todos los días, antes de caer el sol. Mi sobrinito era imposible. Comía bien, pero dormir, no, ni qué hablar. Todas las noches, a las 7, mi hermana entraba con él al dormitorio, lo alzaba y se empezaba a pasearse con él en brazos, canturreando por más de una hora. Ahí llegaba el relevo. Mi hermana salía cansada, con los ojos rojos de tanta oscuridad y entraba mi mamá, para repetir toda esta historia, noche tras noche.
“¡Qué horrible! El nene no se duerme antes de las 9!”

Yo, con mis 11 años y las pretensiones de sábelotodo propias de esa edad (en fin, me siguen hasta ahora), pregunté muy livianamente: “¿Y por qué no lo entran a acostar después de las 9 de la noche?” Recibí una mirada de odio profundo, ya que a los 11 años nadie debe tener razón ni lógica. Y seguían y seguían.

De repente, una noche en que mi sobrino estaba particularmente rompecocos, mi hermana y mi mamá lo emponchan y salen, no sé a donde. Y vuelven con el nene plácidamente dormido.

No entendí bien pero unos días después lo vuelven a hacer. Y ahí me animo a preguntar dónde carajo se van y la respuesta me dejó dura: “a la curandera”. Yo no podía creerlo: judíos, ateos, de izquierda… y creen en esas cosas.
Pregunté poco porque el horno no estaba como para bollos. Me miraban con cara de ‘si abrís la boca vuela una cachetada’.

El asunto empezó a suceder varias veces al mes. El nene, más una bolsa bajo el brazo con un pollo recién muerto (a veces era una bolsa de verduras, otra de carne - las curanderas no aceptan plata, pero comida está bien) y una caminata de 5 cuadras, para volver al ratito con el niño dormido como un ángel.

Ahí sí pregunté que cómo sabían cuándo llevarlo y la respuesta me aplastó más todavía: “Es cuando tiene el mal de ojo”. Me pareció imposible. Y encima me explicaron quién le echa ese mal de ojo al nene, pero con la condición de no decírselo a nadie. “Es la otra abuela”, dijeron. “Pero no por maldad, pero viene a ver al nene y lo ve tan divino, tan divino, que sin querer piensa cosas maravillosas y ahí ¡Zas! Lo ojea. Pero que ni se te ocurra decirle algo al padre del niño, porque si siente que acusan a su madre de algo así, nos mata”.

Parte de la religión/tradición judía es que nunca nos debemos alegrar ni quejarnos demasiado. Si nos alegramos, es fácil: Dios nos manda alguna desgracia. Si nos quejamos, nos va a mandar algo muchísimo peor, pa’que se enduquen. Como ven, ser judío no es fácil. Ni modo de ganarla.

La otra abuela era algo religiosa y cada vez que alguien decía algo bueno, ella hacía ‘pu, pu, pu’, escupiendo lateralmente para evitar esos desastres. Para todo hay métodos.

¡Pero mi familia no podía creer en esas cosas! Tanto ateísmo, totalmente al cuete. Mi papá estaba furioso con esas idas a la curandera pero se hacía el bobo. Pelear contra mi madre y mi hermana juntas, imposible. El viejo era un pragmático.

Mi teoría (si, llena de teorías a los 11 años) era que en el camino de vuelta, tanto mi madre como mi hermana se tranquilizaban y con la ayuda de esa buena señora del Conventillo Medio Mundo, que le hacía al nene la señal de la cruz y lo salpicaba con vaya a saber qué agua bendita, se calmaban tanto que al final el nene se dormía al no tener a dos mujeres contracturadas tratando de hacerlo dormir a prepo.

Mi problema era que esa señora era al menos, cristiana. O macumbera, pero más probablemente hasta se creía católica. Y ahí dejé de entender. ¿Qué hacían en el shtetl en Polonia? ¿Llevaban a los nenes a una goie polaca y cristiana? ¿Qué se sabe de esto?
Las relaciones entre judíos y polacos no era exactamente amigables, pero … Le hice esa pregunta a mi mamá y recibí una de esas miradas de congelador que me hacían cerrar la boca e irme a jugar con las muñecas. Nunca me contestó.

Alguna vez mi hermana me gritó: “Callate, ya vas a ver cuando tengas hijos, a ver si vas o no vas. Te puedo asegurar que vas a creer en el mal de ojo, el empacho, como tirar el cuerito y varias cosas más”. Como mis hijos nacieron lejos de Uruguay, nunca más escuché lo del mal de ojo mezclado con el poco dormir. Ni se me ocurrió que eso tenía siquiera una base de algún estilo explicable - salvo eso de tranquilizar a los padres.

Anduve intrigada muchos años pero busqué y no encontré nunca información acerca de esto. Creo que ni ahora Google la tiene. O al menos, no la busqué más.

Hace pocos años, apareció por Chicago a dar una charla un historiador israelí que se dedicaba a analizar esa relación en la Europa pre-guerra, entre judíos y los que los rodeaban (polacos, rusos, húngaros, rumanos, etc). Después de la charla, me animé a preguntarle si sabía algo de curanderismo y madres llevando bebés y me contestó que por lo que él estudió, había de todo. Que eso no debía sorprenderme, que era complicado y que si compraba su libro no encontraría la respuesta a esto pero sí otros temas que a él le parecían importantes.
Me sonó a charlatanería, lo mandé a la mierda y no compré el libro.


Huelga aclarar que nunca tuve necesidad de curanderas.

Monday, June 19, 2017

Mutualista, médicos y pacientes.

Mutualista, medicos y pacientes.

Por razones desconocidas, enfermarse daba como una especie de superioridad moral. Es que al fin uno se transformaba en alguien de quien había que preocuparse. Y todo el grupo al que mis padres y yo pertenecíamos iba a la Mutualista Israelita del Uruguay. Un lugar que empezó chico y se convirtió en una mutualista casi normal.

El edificio de esa Mutualista era ideal para las relaciones sociales de la colectividad. Quedaba en Goes, en ‘Joséleterra’ como llamábamos a esa calle. Se entraba por una escalera hasta llegar a lo que posiblemente fuera la taquilla de un antiguo teatro. Una media docena de empleadas, (entre ellas mi hermana) tenía como tarea mantener eso con un simulacro de organización. Esas empleadas, un grupo muy cerrado donde eran amigas y se divertían de lo lindo, lo único que tenían que tener como preparación era un notable conocimiento del idish, ya que lo debían usar con los pacientes que no siempre hablaban un español inteligible.

Siempre había muchísima gente porque era un sistema a dos pasos. Después de haber pedido lugar por teléfono, había que ir temprano. Las empleadas gritaban: ¡Para el doctor XX! Y un pelotón de gente corría para apilarse y recibir un número, supuestamente de acuerdo al orden que estaba en los cuadernos que dependía del momento en el que habían llamado por teléfono. Ese era el primer paso, pero no el último.
Ya en un estilo tipo lotería, las empleadas iban cantando los nombres de la lista, y recién ahí entregaban los números por orden de llegada para varios médicos, simultáneamente, y al fin, papelito en mano, había que ir a esperar al salón siguiente.

Medio piso para arriba encontrábamos una enorme habitación central, casi redonda, posiblemente la vieja platea, piso polvoriento de madera, donde se juntaban todos los enfermos, esperando la llamada para entrar a los compartimientos de los respectivos doctores. Esos compartimientos, llamados eufemísticamente ‘consultorios’ estaban al borde de esa sala, separados entre sí  por tabiques sin la menor aislación acústica, lo que generaba una sensación de pertenencia a una sociedad totalmente inesperada. Como no había necesidad de mantener males en secreto, esa configuración era ideal porque ahorraba el tiempo de dar explicaciones. Se escuchaba todo. A la vuelta había algunas habitaciones más, posiblemente los cambiadores para los viejos actores que pudieron haber pasado por allí alguna vez, ocupadas con máquinas de rayos X y algunos laboratorios intrigantes.

Los cuchitriles de consulta tenían puertas que abrían directamente a esa pieza central (nada de pasillos ni privacidad, por supuesto). Había todo tipo de médicos, pero que te pasaran a un especialista ya aumentaba tu nivel de importancia dentro de la comunidad, supongo que por lo que dije en el primer párrafo.

Los pacientes solían ser solidarios y mantenerse con un mismo médico al que adoraban. Los médicos, aunque quisieran sacarse a algún paciente de encima, no tenían mucha suerte. Difícil luchar contra la tenacidad. La única opción era pasarlos a un especialista, y no era tarea fácil.

Había médicos judíos y ‘uruguayos’ (no era elegante decir ‘goy/goyim’ y ‘uruguayo’ era el término genérico).
Como los nombres que no eran judíos no eran fáciles de recordar, la gente los había transformado en algo más mnemónico. O sea que entre Kalejshtein, Sisin, y Kogan, había otros que según documentos en realidad se llamaban Suárez Meléndez, Marizcurrena y Queirolo. ¿Pero quién puede pronunciar eso? Lo normal resultó: Mendl Svarez, Marcos Cureñe y Caroile. (Por favor, pronunciar esto con esa r gutural que tiene alguna zona del francés. No todos los que hablan idish la usan, pero sí la mayoría. Y para los que no saben idish, “Mendl” es un nombre muy común, así como todos los demás).

Mendl Svárez era el cirujano y cuando ya alguien tenía pase para él, ese paciente desbordaba de orgullo. ¡Había que aceptar que estaba realmente enfermo! Todos los pacientes lo abrazaban.
Marcos Cureñe también tenía una legión de admiradores que juraban que era ‘el que más sabía’.
Caroile - no recuerdo su especialidad - tenía como virtud ser tío de Germán (hola Germán Queirolo) y en su vida cometió un error: se hizo una casa en el Balneario La Tuna, a tres cuadras de la playa, sobre una calle que era el único acceso a la tal playa. Demasiados pacientes tenían casita en el mismo balneario y los fines de semana, ya que estábamos, todo el mundo le iba a romper los huevos. Culpa suya porque decía que una cañadita que cruzaba la playa y entraba al río ancho como mar, contenía yodo. Había que caminar por esa cañada hasta que los pies quedaran bien amarillos, y esa era la cura general, y ni los médicos ni las curanderas podían compararse a la tal. Y ahí íbamos, a teñirnos los pies. Lamentablemente, años más tarde, nos dimos cuenta que eso no era yodo sino simplemente óxido de hierro, con poca capacidad curativa. Pero el mito atrajo a demasiados socios a ese balneario.

Recuerdo una de mis consultas obligatorias de los domingos de mañana, en el chalet de Caroile. Mi mamá me llevó porque yo, milagrosamente, tenía diarrea. Digamos que eso me sucedía semanalmente desde que nací hasta el día de hoy, pero mi mamá no iba a dejar pasar una consulta gratis en medio del balneario. El Dr. Caroile escuchó pacientemente las explicaciones algo exhaustivas que mi madre le daba: cantidad, consistencia, color, aroma, etc. y le dijo: -Mire, le voy a dar el mejor remedio contra la diarrea. Compre una Salus, (interrupción de mi madre: “¿Puede ser Matutina? Es más barata”. “Si señora, y hasta Sirte si quiere”).  Ábrala y que ella (o sea yo) inmediatamente tome directo de la botella, con todas las burbujas que estén acumuladas-  ¿Se imaginan lo harto que debía estar ese buen hombre para darle a una nenita con diarrea una dosis de gas de botella que solamente empeoraría la situación? Todavía me río de ese recuerdo.

Hay cientos de anécdotas de Mutualista, y me gustaría que algunos de Uds. las contaran acá. Yo recuerdo vagamente algo como, en medio del apilamiento de gente para sacar número, se oye una rotunda voz de señora que le decía al marido: “Jeremías, ténme la cartera que voy a orinar”. Se escuchó hasta en Gral. Flores, a una cuadra de allí. (Gracias Leonardo, por ésta).
Otra vez, un paciente tenía que traer una muestra de feces. Entró con una cajita, la abrió en el mostrador rodeado de gente y preguntó:¿ “Así está bien”? Las empleadas tuvieron que salir corriendo por la risa que les dio el enorme sorete que contenía la cajita.

Una vez me encontré con un personaje querible, cuyo español era lamentablemente de lo peorcito. Cuando me vio, me dijo: “Hoy foy a ver a mi hija y salí a tomar un ómnibus. Tonces me caí, y vine acá per un riñón, pero no se hace”. Yo lo miré preocupada y le dije “Qué es eso del riñón? Se lastimó?”
Y me contestó: “No seas idiota. Te dije. Foy a ver a mi hija, subí a un ómnibus y vengo acá per un riñón pero no se hace!”. Tampoco entendí y le dije: “Moishe, qué le pasó en el riñón? Le duele? Le sangra?” y ahí escuché: “Vos nunca entendés nada. Vine aquí per un riñón de la comisión directiva pero no se hace!”

Hermosas épocas.






Friday, June 2, 2017

Una extraña historia de mi papá.

Los que lo conocieron, saben qué clase de personaje fue. Historias a granel. Entre ellas, alguien a quien quiero mucho (vieron esos amigos/as electrónicos con quienes hay ‘filin’ y aunque nuevos son amigos de siempre?). Bua, que me recordaron que una vez les conté algo bastante complicado, por no decir dudoso.

Mi papá, como buen relojero, tenía la mesita frente a la ventana en la calle Río Branco y estaba rodeado de relojes. De pulsera en armaritos, carrillones apoyados en las paredes y relojes cucú donde pudiera tenerlos (esto es una historia aparte).

Un día se abre la puerta del negocio y entra un hombre, hablando con mal acento en español, y dice que le dijeron que mi papá era el único que podría arreglarle el reloj (necesitaba piezas ya inexistentes que había que hacerlas a mano). Saca del bolsillo un enorme reloj, totalmente de oro macizo sostenido por una cadena gruesa, también de oro.

Mi papá mira al hombre y siente que le viene un chucho por la espalda y un temblor en todo el cuerpo. Reconoció a Mengele por las fotos. Parecía imposible, pero allí estaba. (Hay que imaginarse la alegría de Mengele - si realmente era él - cuando le dijeron que el único que podría arreglarle ese reloj era un tal Steinberg).

Casi sin poder respirar, empezó a pensar cómo hacer para que todo eso desapareciera y cómo negarse a un requerimiento de ese naturaleza. Empezó a sudar y todo lo que se le ocurrió fue decir: “Mire, no puedo tomar un reloj tan valioso sin saber si realmente es suyo o si es robado. Por favor, muéstreme su cédula de identidad”.  Mientras lo iba diciendo, se dio cuenta que eso era ridículo porque en la cédula no podría decir: Cabello: rubio. Ojos: azules. Reloj: oro. Pero fue todo lo que se le ocurrió.

Dice que el hombre lo miró con mala cara, agarró su reloj y se fue dando un portazo. Mi papá se sentó y ya no pudo seguir trabajando esa tarde. No sabía si creerse a sí mismo o no. Dudó ligeramente de su salud mental.


Al día siguiente el canillita trajo a casa “El Plata” que llegaba todas las mañanas casi junto con el “Unzer Fraint”. El titular de “El Plata” rezaba: MENGELE EN MONTEVIDEO.