Monday, June 19, 2017

Mutualista, médicos y pacientes.

Mutualista, medicos y pacientes.

Por razones desconocidas, enfermarse daba como una especie de superioridad moral. Es que al fin uno se transformaba en alguien de quien había que preocuparse. Y todo el grupo al que mis padres y yo pertenecíamos iba a la Mutualista Israelita del Uruguay. Un lugar que empezó chico y se convirtió en una mutualista casi normal.

El edificio de esa Mutualista era ideal para las relaciones sociales de la colectividad. Quedaba en Goes, en ‘Joséleterra’ como llamábamos a esa calle. Se entraba por una escalera hasta llegar a lo que posiblemente fuera la taquilla de un antiguo teatro. Una media docena de empleadas, (entre ellas mi hermana) tenía como tarea mantener eso con un simulacro de organización. Esas empleadas, un grupo muy cerrado donde eran amigas y se divertían de lo lindo, lo único que tenían que tener como preparación era un notable conocimiento del idish, ya que lo debían usar con los pacientes que no siempre hablaban un español inteligible.

Siempre había muchísima gente porque era un sistema a dos pasos. Después de haber pedido lugar por teléfono, había que ir temprano. Las empleadas gritaban: ¡Para el doctor XX! Y un pelotón de gente corría para apilarse y recibir un número, supuestamente de acuerdo al orden que estaba en los cuadernos que dependía del momento en el que habían llamado por teléfono. Ese era el primer paso, pero no el último.
Ya en un estilo tipo lotería, las empleadas iban cantando los nombres de la lista, y recién ahí entregaban los números por orden de llegada para varios médicos, simultáneamente, y al fin, papelito en mano, había que ir a esperar al salón siguiente.

Medio piso para arriba encontrábamos una enorme habitación central, casi redonda, posiblemente la vieja platea, piso polvoriento de madera, donde se juntaban todos los enfermos, esperando la llamada para entrar a los compartimientos de los respectivos doctores. Esos compartimientos, llamados eufemísticamente ‘consultorios’ estaban al borde de esa sala, separados entre sí  por tabiques sin la menor aislación acústica, lo que generaba una sensación de pertenencia a una sociedad totalmente inesperada. Como no había necesidad de mantener males en secreto, esa configuración era ideal porque ahorraba el tiempo de dar explicaciones. Se escuchaba todo. A la vuelta había algunas habitaciones más, posiblemente los cambiadores para los viejos actores que pudieron haber pasado por allí alguna vez, ocupadas con máquinas de rayos X y algunos laboratorios intrigantes.

Los cuchitriles de consulta tenían puertas que abrían directamente a esa pieza central (nada de pasillos ni privacidad, por supuesto). Había todo tipo de médicos, pero que te pasaran a un especialista ya aumentaba tu nivel de importancia dentro de la comunidad, supongo que por lo que dije en el primer párrafo.

Los pacientes solían ser solidarios y mantenerse con un mismo médico al que adoraban. Los médicos, aunque quisieran sacarse a algún paciente de encima, no tenían mucha suerte. Difícil luchar contra la tenacidad. La única opción era pasarlos a un especialista, y no era tarea fácil.

Había médicos judíos y ‘uruguayos’ (no era elegante decir ‘goy/goyim’ y ‘uruguayo’ era el término genérico).
Como los nombres que no eran judíos no eran fáciles de recordar, la gente los había transformado en algo más mnemónico. O sea que entre Kalejshtein, Sisin, y Kogan, había otros que según documentos en realidad se llamaban Suárez Meléndez, Marizcurrena y Queirolo. ¿Pero quién puede pronunciar eso? Lo normal resultó: Mendl Svarez, Marcos Cureñe y Caroile. (Por favor, pronunciar esto con esa r gutural que tiene alguna zona del francés. No todos los que hablan idish la usan, pero sí la mayoría. Y para los que no saben idish, “Mendl” es un nombre muy común, así como todos los demás).

Mendl Svárez era el cirujano y cuando ya alguien tenía pase para él, ese paciente desbordaba de orgullo. ¡Había que aceptar que estaba realmente enfermo! Todos los pacientes lo abrazaban.
Marcos Cureñe también tenía una legión de admiradores que juraban que era ‘el que más sabía’.
Caroile - no recuerdo su especialidad - tenía como virtud ser tío de Germán (hola Germán Queirolo) y en su vida cometió un error: se hizo una casa en el Balneario La Tuna, a tres cuadras de la playa, sobre una calle que era el único acceso a la tal playa. Demasiados pacientes tenían casita en el mismo balneario y los fines de semana, ya que estábamos, todo el mundo le iba a romper los huevos. Culpa suya porque decía que una cañadita que cruzaba la playa y entraba al río ancho como mar, contenía yodo. Había que caminar por esa cañada hasta que los pies quedaran bien amarillos, y esa era la cura general, y ni los médicos ni las curanderas podían compararse a la tal. Y ahí íbamos, a teñirnos los pies. Lamentablemente, años más tarde, nos dimos cuenta que eso no era yodo sino simplemente óxido de hierro, con poca capacidad curativa. Pero el mito atrajo a demasiados socios a ese balneario.

Recuerdo una de mis consultas obligatorias de los domingos de mañana, en el chalet de Caroile. Mi mamá me llevó porque yo, milagrosamente, tenía diarrea. Digamos que eso me sucedía semanalmente desde que nací hasta el día de hoy, pero mi mamá no iba a dejar pasar una consulta gratis en medio del balneario. El Dr. Caroile escuchó pacientemente las explicaciones algo exhaustivas que mi madre le daba: cantidad, consistencia, color, aroma, etc. y le dijo: -Mire, le voy a dar el mejor remedio contra la diarrea. Compre una Salus, (interrupción de mi madre: “¿Puede ser Matutina? Es más barata”. “Si señora, y hasta Sirte si quiere”).  Ábrala y que ella (o sea yo) inmediatamente tome directo de la botella, con todas las burbujas que estén acumuladas-  ¿Se imaginan lo harto que debía estar ese buen hombre para darle a una nenita con diarrea una dosis de gas de botella que solamente empeoraría la situación? Todavía me río de ese recuerdo.

Hay cientos de anécdotas de Mutualista, y me gustaría que algunos de Uds. las contaran acá. Yo recuerdo vagamente algo como, en medio del apilamiento de gente para sacar número, se oye una rotunda voz de señora que le decía al marido: “Jeremías, ténme la cartera que voy a orinar”. Se escuchó hasta en Gral. Flores, a una cuadra de allí. (Gracias Leonardo, por ésta).
Otra vez, un paciente tenía que traer una muestra de feces. Entró con una cajita, la abrió en el mostrador rodeado de gente y preguntó:¿ “Así está bien”? Las empleadas tuvieron que salir corriendo por la risa que les dio el enorme sorete que contenía la cajita.

Una vez me encontré con un personaje querible, cuyo español era lamentablemente de lo peorcito. Cuando me vio, me dijo: “Hoy foy a ver a mi hija y salí a tomar un ómnibus. Tonces me caí, y vine acá per un riñón, pero no se hace”. Yo lo miré preocupada y le dije “Qué es eso del riñón? Se lastimó?”
Y me contestó: “No seas idiota. Te dije. Foy a ver a mi hija, subí a un ómnibus y vengo acá per un riñón pero no se hace!”. Tampoco entendí y le dije: “Moishe, qué le pasó en el riñón? Le duele? Le sangra?” y ahí escuché: “Vos nunca entendés nada. Vine aquí per un riñón de la comisión directiva pero no se hace!”

Hermosas épocas.






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