Tuesday, March 20, 2012

Peligros de los psik

Por qué los psik (cólogos/quiatras) tendrían que evitar locas como yo.

Creo que los que se dedican a tan remunerada tarea pero con tan pocos buenos resultados felices (nadie se cura. La cosa es aburrirse y dejar de ir), no tienen en cuenta los peligros que algunos pacientes, peculiarmente malvados, pueden proporcionarles.

Hubo una época, ya cerca de mis 30 años, en Uruguay, en la que sentí que necesitaba terapia. De lo que fuera. De lo que pudiera pagar. Por lo tanto, era terapia de grupo o terapia de grupo. Sin opciones. No había nada más barato.
Pretender armar un grupo en un lugar como Montevideo, es absurdo. Conseguir entre 6 a 8 personas que puedan congeniar y que NO se conozcan entre sí, es casi una utopía. Al final hay que aceptar los hechos. La gente se va a conocer entre sí, o van a tener algún amigo común o, peor aún, los mismos psicólogos van a pertenecer a grupos donde alguien va a conocer a la esposa, vecina o amante. Y todo se desparrama. Considerando que en general los pacientes suelen ser universitarios de clase media, mantener la más mínima anonimidad es tema casi imposible.

Después de un par de meses de espera (casi un año), me llamaron a avisar que había un grupo nuevo al cual me podría unir. Mi grupo consistía en 8 seres, 4 de ellos estudiantes de psicología (faltaba más), más un muchacho que no pegaba ni con engrudo, una buena señora abogada, una chica que necesitaba novio, y yo. Para peor, en lugar de un psicólogo, teníamos dos: el titular y el observador. Por alguna razón no me gustaba nada el titular y me apasionaba el observador, más gordo y con mejor humor, cuya tarea era escuchar sin meterse y hacer una especie de resumen al final de la sesión.

Por supuesto, todos teníamos ‘ansiedad’. Dado que estábamos en plena dictadura militar y éramos todos universitarios, era claro que cada uno hacía lo que podía en sus actividades diarias para cambiar la situación política, por lo que llegábamos a zona de peligro y la ansiedad no era gratuita. Todos participábamos en algo sobre lo cual no podíamos hablar. Pero cuando ese ‘algo’ era justamente los que nos provocaba la mayor ansiedad y ni podíamos comentarlo en la terapia, la cosa no daba como para resultados milagrosos. Pobres psicólogos. Se llevaban cada clavo…

El grupo no era muy divertido. Los estudiantes de psicología hablaban entre sí, como si supieran más que los demás. La abogada mayor que los otros y que ya llevaba 22 años de infructuosa terapia, nos aburría bastante. La chica sin novio fue la primera en desaparecer. Misión cumplida. Consiguió novio y ya no le hizo falta nada más. Uno de los muchachos tuvo que irse del país, sin decir por qué. Eso era cada vez más común. Uno de los estudiantes de psicología, recién recibido, tuvo la alegría de tener una paciente – su primera paciente, en realidad - que un día se suicidó. Y él pensaba que estaba haciendo un buen trabajo. Mal comienzo de carrera profesional. Quedó muy deprimido.

Una de las chicas quedó embarazada de alguien que no era su marido (aunque no estaba segura) y quería abortar pero su médico no la dejaba por no sé qué problemas de alta presión. Y contaba los amorosos encuentros con su novio y amante, en la caja de un camión (nunca supimos por qué).

Yo, más o menos, aguantaba. Expliqué algo de mis dudas con respecto a mis sentimientos amorosos, que andaban en pleno vaivén. Estaba casada en segundas nupcias, recordemos. Pero habían aparecido varios candidatos en el horizonte –todos de arquitectura- que querían dejar a sus novias y casarse conmigo. Los hombres son realmente fáciles. Consejo: si quieren convencer a una mujer de tener un affaire normal, no insistan en decir que en realidad se quieren casar y tener una vida apacible con alguien como yo. Mientan, si es necesario. Si algo podía realmente no interesarme, era otro casamiento.

Yo ni sabía por qué tenía esos no buscados éxitos, por lo que culpé a las feromonas y chau. Seguía siendo fiel a mi marido (el número 2). Decidí que la terapia me curaría de atraer candidatos innecesarios, o al menos sabría por qué aparecían en tanta cantidad.

Y de repente empiezo a soñar macanas. Un día llegué al lugar de la terapia y avisé que había soñado que todos los del grupo entrábamos al viejo ascensor del antiguo edificio en 18 de Julio y Tristán Narvaja, (donde curiosamente años más tarde vivió Mario Levrero/Jorge Varlotta) con intención de irnos, pero el ascensor no paraba en la Planta Baja, sino que seguía de largo, cada vez más hondo, hasta el infierno. Hacía mucho calor. La gente consideró eso muy aburrido.
 Al irnos esa noche, zas, obvia comentar que al bajar como siempre con todo el grupo, el ascensor no paró, sino que siguió hacia abajo, lenta pero tenazmente, pasando de largo la planta baja y el sótano, descendiendo sin parar. No llegamos al infierno, claro, sino a los resortes, que retuvieron la carga después de un pequeño rebote. Pudimos salir trepando porque el viejo ascensor tenía puertas de rejilla y se abría a los tirones, por dentro también. Sanos y salvos. Bueno, al menos ‘salvos’. Y para peor, me tuve que aguantar que me dijeran que soy una bruja o cosa parecida.

Con el grupo, como ritual, siempre íbamos a comer pizza al boliche de enfrente, a pasar un rato después de la sesión y contarnos lo que realmente hubiéramos querido haber dicho, pero no nos habíamos animado. Ese día no quisieron que yo me uniera a ellos, por ser pájaro de mal agüero.

Desgraciadamente, a la semana siguiente, volví a soñar. Fue más grave. Le comuniqué al psicólogo normal (no al observador) que según mi sueño, se iba a morir. Inmediatamente la gente del grupo me gritó, y el buen hombre empezó a interpretar mis observaciones, con algo como ‘Elisa cree que habló demasiado y sabemos cosas de ella que no le gusta que se sepan, por lo que fantasea con el psicólogo muerto’. Los mandé a la mierda y aclaré que el señor tenía cara de culo. Y la piel verdosa. Ni que hablar que nadie me dio bola. Le dije que fuera al médico, por las dudas, pero siguieron interpretando. Ah, si me hubiera hecho caso…

A la semana, el observador llamó a todos los participantes a cancelar la sesión porque el psicólogo de cabecera estaba con gripe, pero se esmeró en aclararme que no jodiera, que eso era solamente gripe. ¡Ja! Cinco días más tarde Bedó volvió a llamar, porque García Rocco había muerto. No necesito explicar lo que mis compañeros de grupo me gritaron. Fuimos al velorio y en la calle estaban reunidos todos los psicólogos de Uruguay (era un grupo excesivamente extendido) y al pasar tuvimos que oír sus conversaciones en las que se entre-oía ‘¡Ufa, ahora nuestros pacientes van a elaborar nuestras propias muertes!’ Ese comentario me pareció de un cierto mal gusto, considerando que todos los pacientes estaban exactamente ahí, sufriendo.

A rey muerto, rey puesto, y el observador tomó por su cuenta el comando de la situación y fue el único encargado de nosotros por un tiempito más. Me fascinaba. Las sesiones eran una especie de demostraciones de inteligencia, donde nos mandábamos un tira y afloja de insinuar datos literarios, folklore y mitología griega, a ver si el otro lo entendía. Para mí, muy satisfactorio. El resto del grupo no entraba en el jueguito. Pero, por esa época apareció alguien en mi vida, y vi que era para líos en serio. No me imaginé que ése sería el marido que aún tengo desde hace 36 años.

Bueno, el gobierno militar se encargó de hacerme terminar con la terapia de grupo. De los ocho ya quedábamos solamente cinco y de los dos psicólogos, uno sólo. Cuando me tuve que ir, con los cuatro restantes, no pareció bueno seguir, por lo que todo el grupo se anuló. Me sentí muy culpable, pero no fue mi responsabilidad.

Es curioso cómo, cuando el peligro es real, no hay depresión ni ansiedad. El miedo aumenta la fuerza. Se hace lo que se debe y a no joder más. Es que no había otra solución. Y así fue que agarré el pelapapas, me fui a Buenos Aires, me separé de un marido y me fui a vivir con el actual, tuvimos un hijo y con una beca nos vinimos a los EEUU.

La maternidad no era cosa para la que yo estuviera preparada. No tenía ni idea de por qué la gente quiere tener hijos. Nunca pensé que fueran realmente necesarios. Pero al tenerlos, y sí, son lindos. Aunque eso no me aumentó el entusiasmo al ver bebés ajenos. Los bebés son más bien molestos.
Después de varios años, dos hijos, mudanza a Chicago, carrera en Lingüística, un trabajo de profesora en la misma universidad donde estudiaba, más todas las tareas domésticas de rigor (acá no hay ‘empleadas’ cuando no hay sueldos excesivos como para pagarlas), me deprimí. No fue un ataque cortito sino semanas y meses que se hicieron años, y cada vez más angustiada. Empecé a ver psicólogos y psiquiatras, que me medicaron como correspondía. Algunos medicamentos funcionaron de a ratos, otros no, y muchos tenían efectos secundarios demasiado serios. Pasé de 43 kilos a 70, y vuelta a los 43.

Los psiquiatras en el seguro de salud de la Universidad de Chicago, no duraban mucho. Se sentían poco respetados, y pasé por cinco, que se fueron a otra universidad apenas pudieron. Y con cada uno nuevo, tenía que empezar con mis historias desde el vamos. No fue una experiencia agradable. Algunos me cayeron bien, otros imbancables. Al fin, apareció uno, de Islandia, Ilpo Kaariainen, petiso, rubio, aliento a alcohol, buen tipo, familia agradable, tres hijas chicas, y me medicó hasta lograr algo que me sacara del pozo, al menos para poder viajar, cosa que hacía años que no hacía. Claro, esas porquerías engordan, pero a esa altura lo único que quería era sentirme menos deprimida. Y con 20 kilos agregados, había mucho más para desdeprimir.

Veía al psiquiatra cada dos semanas, pero no había mejoría real. Un día cualquiera empiezo a tener un síntoma extraño, de no poder respirar, agitarme, temblar, en fin, todo lo que uno se imagina en estos casos. Dije ‘uno se imagina’, pero yo no, porque nunca había tenido nada así. Me sentía tan mal, que fui a la urgencia de la Universidad, porque no me aguantaba ni yo misma. Me revisan y muy displicentemente me dicen que eso es un vulgar ataque de pánico y que esperara a que mi psiquiatra me volviera a ver. Que tal vez demorara un poquito, porque el buen señor en ese mismo momento estaba en cirugía, por un accidente de auto bastante grave, pero estaba vivo. Curioso que justo me diera el ataque durante su accidente de auto. Pregunté si podía tomar algún tranquilizante y dijeron que no se iban a meter, que yo estaba en manos de un médico y que tendría que esperar. Gran solidaridad.

Un par de semanas más tarde, Ilpo retomó la práctica. Lo vi llegar con una pierna dura, dibujando arcos horizontales a cada paso y se enojó porque en la emergencia no me habían dado nada para el ataque de pánico. Que no le gustaba que los pacientes se quedaran sin su ayuda, por lo que ya había comprado un teléfono celular exclusivo para asuntos de emergencia y me conminó a usarlo tanto como lo necesitara. Me da el número, y también el teléfono de su casa y la dirección de correo electrónico, todo para evitar la desconexión paciente/psiquiatra. Le pareció extraño que mi ataque de pánico hubiera sucedido exactamente el día de su accidente, pero bueno, ya nadie cree en brujas.

Ahí me cuenta la historia de su accidente y cómo él siempre practicó futbol/soccer, pero la pierna ahora no le servía y nunca más podría jugar. Y por supuesto, también me explicó que él mismo estaba en terapia para ver si podía controlar su angustia por la falta del fútbol. Como de costumbre, me preguntó mi opinión sobre SU terapia y juro que no me interesaba demasiado tener que consolarlo. Me recetó más Valium y chau. Y él también tomó los necesarios. Le dije que francamente él no lucía muy bien y que o se tranquilizara, o se iba a morir. Me miró algo sonriente y como todo el mundo, no me creyó. Ay, los idiotas.

De repente, empieza a faltar al trabajo. Me cancelaron una cita, él no contestó al teléfono, le mandé correos y no contestó, por lo que fui a buscar en la Internet a ver si le había pasado algo. Y encuentro bajo su nombre una historia muy curiosa, en la cual la mujer llamó a la policía diciendo que su marido no había vuelto, pero cuando la policía llega, lo encuentran tranquilamente durmiendo la mona en su auto, dentro del garaje. El artículo tenía un final dudoso, donde la esposa alegremente decía que entonces su marido realmente no había desaparecido. Pensé que ese hombre iba por mal camino.

A la semana recibí una carta de la universidad, diciendo que el buen doctor decidió comenzar una práctica privada y que ya no atendería más en el piso de psiquiatría. Y no solamente eso, sino que el Hospital de la Universidad de Chicago ya estaba harto de todo ese tema y simplemente, cerraban el servicio. Que no habría más sesiones, pero para los pacientes que estaban medicados, un médico cualquiera podría recetar la misma medicación por dos meses más, y que hiciéramos el favor y buscáramos un reemplazo lo antes posible. Para una depresión no es muy agradable recibir noticias así sin tener idea de dónde se podría encontrar otro psiquiatra que, además, aceptara el seguro de salud que yo tenía.

Nada, que una amiga me dio el nombre de uno cualquiera, fui, empecé con toda la historia otra vez, me medicó, no mejoré nada, pero logré convencerlo que me recetara lo mismo que en esa época le daban a mi hermana en Montevideo y que le había hecho bien. Dijo que no, que yo ya había demostrado que era inmune a los tricíclicos, que el hecho de que mi hermana hubiera respondido a esa medicación no era indicación de nada y que no jodiera más. Le dije ‘Humor me’, y me recetó la cosa. Si será viejo ese medicamento que costaba más barato que la aspirina. Y en dos semanas, me sentí fantásticamente mejor, y de eso ya hace siete años.

A los pocos meses me pregunté qué sería de Ilpo. Abro la internet con su nombre y veo un mensaje de apoyo a su hermana, por la muerte del hermano. Busco algo más, y sí, había muerto de convulsiones provocadas por la cirrosis. Eso le pasó por no darme pelota.

Con todo, maté solamente a dos psicólogos/psiquiatras, que considerando a todos los que vi, no es una proporción tan disparatada. Mi psiquiatra actual, un judío narigón de N.York, me pidió por favor que le avisara con tiempo, así preparaba su testamento. Le prometí cumplir. Y de inmediato, pasó a contarme su vida y sus problemas…