Friday, December 14, 2012

Racismo y cartera negra

Racismo comparado. EEUU vs. Uruguay

Si estoy en Chicago donde hay un grupo de hombres y quiero referirme a alguien particular de ese grupo, tengo que decir ‘el que está de traje’. Pero hay ocho de traje. Bueno, entonces, ‘el que está de traje azul’. De los ocho, cuatro tienen traje azul. Y de ahí la explicación: ‘de esos cuatro, ni el más alto ni el más bajo, sino de los dos de mediana altura, el que está a la derecha’. Sería mucho más fácil decir ‘el negro’, pero nos atragantamos y no lo decimos. ¿Y no lo decimos porque somos racistas, o porque no lo somos?

Quise empezar a contar algunas historias de mi cartera (repartidora de cartas – femenina - aclaro, y negra) pero me di cuenta que todo el principio era un largo enredo para procurar no sonar racista, con excesivas explicaciones que empeoraban la situación. Creo que yo no tenía claro lo que era el racismo, hasta que llegué a este país. De ahí en más, empecé a prestar atención y lo encuentro en todas partes.

En Uruguay existe esa vieja tradición de que no somos racistas, simplemente porque decimos que no lo somos. Así de fácil. El argumento pasa por “No tenemos problema en llamar ‘negro’ a alguien, porque es un apelativo cariñoso, del mismo modo que decimos ‘ñato, petiso, gordo, pelado, maricón’ etc.” Lamentablemente, el hecho de que nos sintamos con derecho a definir a alguien, enfocando en un defecto físico o en ciertas cualidades que no vienen al caso, no significa que seamos buenitos ni que no tengamos sentimientos claramente peyorativos.

Es cierto que la palabra “negro” en español, no tiene el mismo valor que en inglés. Se traduce igual, pero no se parece en nada. No tenemos historia de linchamientos y separaciones de bebederos, de escuelas separadas ni de asientos de atrás en el transporte colectivo, por lo que el negro uruguayo (más los esclavos escapados de Brasil) no sienten la segregación en forma tan clara. Sin embargo, yo nací y viví en lo que se conoce como el barrio negro de Montevideo: Palermo, donde aún hoy hay una población negra mayor que en, digamos, Pocitos, y donde el ingreso per cápita es bastante menor que en otros barrios. Quiero decir que si realmente no hubiera racismo, no habría esa historia de barrios con gente de un color u otro. Pero los hay. Y también hay barrio judío, y paro de contar, porque lo que es inmigración del resto del mundo, cero a la izquierda. A veces parece más fácil vivir en un país homogéneo, que en uno de alta inmigración mundial. Menos interesante, pero más fácil.

Hay pautas en común entre no ser blanco y vivir en un barrio pobre. Los datos urbanísticos existen y pueden usarse cifras correctas que ahora no vienen al caso. Lo que es claro, es que con lo visual, de inmediato catalogamos y armamos grupos. Cuando hablamos de etnias, recurrimos a lo que se ve. Igual que en los barrios pobres, donde aparece lo que a veces se llama ‘el síndrome de las ventanas con vidrios rotos’. Lo que vemos, nos permite juzgar -con razón o sin ella- y darle cualidades positivas o negativas al resultado.

En los EEUU, ser negro es un tema histórico que aún duele y que además se sigue refiriendo a un grupo étnico mayoritariamente pobre, donde se da el círculo vicioso de vivir en barrios de mal aspecto, ir a escuelas mal financiadas, y no poder salir del sistema.

El problema por acá es que el racismo se ve a diario, y lo que se trata de hacer para pretender evitarlo, es utilizar el simple sistema de no usar determinadas palabras, por ser claramente despectivas. Autocensura. No podemos decir ‘nigger’ sin golpearnos el pecho y pedir perdón por usarla, siempre y cuando quien lo diga no sea de piel negra. Hubo muchas opciones de reemplazar esa palabra pero ninguna aceptable. Se probó con ‘Colored people’, igual que en castellano decimos ‘gente de color’ (“negro”, como dicen Les Luthiers), y de allí salió la sigla ‘NAACP’- National Association for the Advancement of Colored People – que ya tiene problemas desde el vamos, pero que legalmente mantiene ese nombre.

Se probó con ‘Negro’ (así, como en español, pero pronunciado [nigro]), y después con ‘African American’ - aclarando que no son ‘Afroamerican’, que no es lo mismo. Hubo largas y sesudas discusiones al respecto. Digamos, que además, Egipto no forma parte de Africa, aparentemente. O sea que para ser African American no alcanza con tener ancestros africanos, sino que además hay que ser de piel negra y eso no está incluido en el nombre aparentemente objetivo.

El particular modo de hablar, con el agregado de las discusiones sobre si es un dialecto del inglés o no, se llamó desde Black English, pasando por Ebonics hasta AAVE- African American Vernacular English – nombrete que también se las trae. Hay una cierta incomodidad en nombrar algo objetivo y medible. No hay soluciones simples, como comprobé cuando tuve la ocurrencia de aceptar un cargo docente en el departamento de español, en una universidad donde el 99 % de los estudiantes son negros. Quedaba también en el corazón de la zona negra de Chicago, o sea toda la zona sur. Toda. Con un nivel de pobreza inaudito. No sé por qué se me ocurrió que yo tenía todas las cualidades para ser una buena profesora de ese grupo (tal vez porque soy uruguaya, pretenciosa, y por lo tanto me creo que no soy racista).

No fue un trabajo brillante ni fácil. Me ganaron, sin ninguna duda. Enseñaba de noche y tenía que manejar más de una hora, en invierno, de noche, en la nieve y el hielo mal limpiado – porque en los barrios pobres los camiones limpiadores pasan muy poco a menudo - y cruzar toda una zona donde hacía fuerza para que el auto no se me descompusiera en la mitad del camino.

Mis estudiantes – casi todos de magisterio -, no muy jóvenes, muy pobres y con problemas reales (chicas que habían sido pateadas por sus novios hasta que las hicieron abortar, mujeres con cirugía cardíaca hacía un mes, hombres que venian directamente con ropas de trabajo, etc.) solían criticar a sus profesores con gran saña, y una de ellas me explicó que el profesor de matemáticas era un asco, porque hablaba “inglés blanco” (White English, así dicho por ella misma). Me extrañó ese uso, aunque no entiendo el porqué de mi extrañeza. Y me aclararon “¡Habla inglés blanco aunque él mismo es negro!” Tuvimos una cierta conversación y les pregunté qué le pensaban enseñar a sus alumnos, cuando los tuvieran, y si pensaban que los maestros negros debían enseñar inglés negro. No hubo respuesta a esa conversación porque el tema no está para nada resuelto. Forma parte del círculo vicioso, que pasa por no poder ellos conseguir después trabajos mejor pagos, si hablan un inglés que no es el standard, y así hay varias generaciones de pobreza y segregación, que refuerzan esas diferencias.

Pero en USA, existe el esfuerzo para, al menos, reconocer el racismo de los blancos. Para tratar de mejorar eso, se echa mano a teorías psicológicas, usadas para otros temas. Basado en la teoría combinada del “behaviorism” y fundamentalmente en el “cognitivism” se supone que si controlamos y cambiamos las palabras que usamos, también podemos pasar a cambiar los pensamientos. En este caso, no me parece tan equivocada. La insistencia en no usar la palabra ‘negro’ influye lo suficiente como para darnos cuenta que cuando la usamos, es claramente racista y la evitamos a toda costa.

El evitar nombrarlo se extiende a toda otra palabra de esas que en español nos suenan ‘cariñosas’, como en los ejemplos que di al principio, de darle apodo a alguien por lo que se percibe como defecto físico . Y me doy cuenta de lo increíblemente incómoda que me siento cuando voy a Uruguay y oigo decir lo que en EEUU no se puede. Como ejemplo, una amiga uruguaya estaba hablando de la Secretaria de Estado de Bush, Condoleeza Rice y muy tranquilamente, dijo, “Ah, ¿cómo es que se llama esa negra de mierda…?” Al ver nuestra reacción, esa persona trató de justificarse, diciendo, “No, no es racismo. Si fuera blanca, también sería de mierda”. Más risa nos dio, porque no se dio cuenta que jamás diría “Esa blanca de mierda”.

Por supuesto, todo lo que es ‘políticamente correcto’, se exagera. Y aparecen palabras que pretenden sustituir a las consideradas peyorativas. Acá no podemos decir que alguien es gordo sino ‘rather large’ (‘más bien grande’), ni podemos referirnos a la forma de la nariz de nadie, so pena de recibir miradas endurecidas. Me llama la atención que esa actitud se me haya trasplantado literalmente al español, y en forma totalmente inesperada, cuando voy a Uruguay, me cuesta definir a alguien dando algún detalle físico, porque siento que el racismo, o clasismo, o algún otro –ismo, me brota tanto que debo reprimirlo.

Toda esta explicación – que me estoy dando a mí misma - vino a causa de quere empezar una historia diciendo ‘Mi cartera, que es negra…’ Me siento incapaz de decir eso sin aclarar las complicadas razones detrás de esa frase.

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Mi cartera negra.

Ya de entrada, aclaro que ‘cartera’ es el femenino de ‘cartero’, y cualquier otra denominación sería demasiado engorrosa. Y ‘negra’, es que es, simplemente, negra.

Esa cartera era una mujer especial, con la que yo me había encariñado. Por supuesto era vieja, muy gorda y con una extraña manera de caminar, por tener las piernas combadas no de andar a caballo, sino en elefante. Y chueca, además. Fea como pocas, con pelo ralo, que solía arreglarlo haciéndose trencitas, no modernas y prolijas, sino con mechones sueltos. Y no se las acercaba al cuero cabelludo, sino que las lucía así, tipo puercoespín. Los dientes, blanquísimos y firmemente horizontales, tenían entre ellos enormes espacios triangulares.

Estuvo trabajando por esta zona por bastante tiempo y cuando me la encontraba, charlábamos ampliamente, vaya a saber de qué. Un día me dijo” ‘¿puedo comer algo?’, porque Ud. sabe, ¿no? la enfermedad…” Deducción fácil: negra, gorda y vieja, sin dudas - diabética. O sea que tenía que comer a menudo.

Alguna vez se traía comida y me pedía que se la calentara en el microondas, para así comérsela en su camión de correos. Le dije que mejor entrara y comiera calentita, acá en casa, ya que el camión … Ella no protestaba. Estaba contenta con su trabajo. Y siempre tenía historias fascinantes. Confieso que no la entendía en un 100% - el AAVE no es mi fuerte – pero ella agregaba gestos que las hacía vívidas e interesantes.

Otras veces pasaba y preguntaba si podía comer, sin haberse traído comida propia. Por supuesto! Y la primera vez le di unos niños envueltos de repollo (holoptses), agridulces, que la fascinaron. Al otro día me avisó que todos los carteros de Chicago hablaban de mi comida y querían la receta del tal guiso. Ahí me di cuenta que me había hecho famosa entre ese grupo especial. Todos la envidiaban por tener gente tan amable en la ruta (ella dijo eso, no yo). Es lindo saber que todos los carteros de la ciudad, son amigos míos.

Una vez trajo comida para ella y para mí. Lamentablemente, una normal diarrea me impidió probar los manjares, que consistían en pollo frito, tallarines con queso derretido y papas asadas, que no parecían ser parte de una dieta de diabéticos, pero ella comía con gran fruición.

Empezó a contarme historias de su vida. Vivía con alguien a quien alguna vez llamaba ‘marido’, pero me aclaró que no estaban casados. Me contó que él no quería dejar de trabajar, aunque podría jubilarse, porque le gustaba mucho su trabajo. Era también repartidor de correos, de paquetes, por lo que no usaba carrito sino un camión bien grande. Acá el correo es la base de las compras y parte muy importante de la economía del país. Y sucedió que él no se había tomado vacaciones el año pasado, por lo que le dieron en efectivo, el valor monetario del tiempo que no se había tomado. Y que él esa suma la iba a invertir, ella me dijo, con una guiñada de complicidad. Le pregunté en qué iba a invertirlo y me dijo ‘en caballos’ que era lo que más le gustaba. Y él decía que sabía cómo apostar para ganar bien. Nunca más supe el final de esa historia, pero sospecho que no fue un resultado próspero.

Otras veces me contaba de su familia. Están todos en el sur, en Alabama y Mississippi. Ahí me hizo una complicada historia acerca de una sobrina, que estaba de novia con un primo hermano y quedó embarazada. Para no decir que su primo era su novio, ella resolvió el problema diciendo que el tío era en realidad el padre de la criatura. Y el tío se casó con ella, nomás. El hecho es que todo el mundo sabía cómo había pasado la cosa. Resulta que hace poco a una prima más joven se le ocurrió armar el árbol genealógico, pero con ese lío de parientes, no tenía modo de armar uno relativamente inteligible.

Otra vez su historia cambió. El que llamaba ‘marido’ era ‘novio’ y no trabajaba sino que cobraba desempleo. O sea que no se podían casar, porque si no, con el sueldo de ella, perdían el aporte del estado. Pero que eran una buena pareja, dijo. Ella trabajaba y él cocinaba. Claramente, un buen negocio. Ella tenía 67 años y él 50, dijo, pero durante el sexo, ella le ganaba y él le decía ‘Oh, baby, baby, no vayas tan rápido que yo no puedo’. En esos momentos yo me preguntaba a mí misma cómo había llegado a estar en esa cocina, en Chicago, fascinada con las historias de mi amiga diferente.

Hace unas semanas vino a contarme que tuvo unos malestares, fue al médico, y éste le aseguró que ya no tenía más diabetes y que podía comer lo que quisiera. Le pedí que fuera a otro para tener una segunda opinión, porque la de éste, no parecía razonable. Prometió ir a otro médico.

¿Por qué hago el cuento en el pasado? Porque tuvo una crisis diabética, mientras estaba repartiendo cartas en el edificio de enfrente. Llamaron una ambulancia y se la llevaron. No supe de ella durante un par de semanas, hasta que al fin me encontré con la cartera sustituta, una mujer físicamente parecida a mi amiga, pero más joven y energética. Le pregunté cómo podía hacer para contactarme con mi ex cartera y muy contenta dijo que buscaría su número de teléfono y me lo daría. Hoy tocó timbre y me contó que Caroline (así se llamaba, aunque nunca antes lo supe) se puso muy contenta cuando se enteró que pregunté por ella y le dio su número de celular para que yo la llamara y la fuera a visitar. Me dio un alegrón, aunque seguramente vive en el mismo barrio donde una vez enseñé, y tengo que agarrar algo de coraje para poder ir.

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