Tuesday, January 11, 2011

Consigna 9 - un viaje en avión

Consigna 9)

Faltaban apenas tres minutos para la salida del ómnibus, ése que lleva al avión, atravesando un aeropuerto apestando a gasolina, lleno de gente ansiosa, todos parados, cargando bultos y apurados por subir y bajar pronto como si el ómnibus o el avión se fueran a ir sin ellos, y yo viéndome arrastrada por la misma ansiedad, cuando veo que llega corriendo una señora arrastrando a una niñita, medio en brazos, medio colgando y ya lo supe. Siempre me pasa. El síndrome de la mujer que viaja sola en avión. Si hay niños, me tienen que tocar al lado. Es mi destino por no tener instinto maternal. Al que no quiere sopa, varios niños ajenos.

Ya ni me molesté en pensar. Subí al avión, me senté en mi pasillo, ése que trato de conseguir para poder ir al baño cada 10 minutos, y le hice sitio a la señora para que pasara con su niñita y se plantaran a mi lado. Por supuesto, la niñita fue incrustada en el asiento al lado mío y la señora del otro lado, aunque podría haberlo hecho al revés, pero no, ya se sabía. Resignación total. Del otro lado de la señora había un chico de unos 10 años, que claro, también era hijo de ella. La madre era bastante joven y la nena, debo confesarlo, me encantó. Rubiecita angelical, de esas que son tímidas durante los primeros 10 minutos. Tal vez, si me callo y no le hablo no se me va a pegotear, pero no pude evitar una sonrisita y en ese momento supe que había cometido el error fatal. 11 horas de vuelo, con una dulce niñita a mi lado. Mal prospecto.

El avión empezó como en todo viaje, a quedarse en la pista. Una hora, una hora y media. Ni siquiera nos sacó a pasear por el aeropuerto. No, parado, quieto, con la gente sudando, sin abrir los agujeros del aire porque era respirar gasolina en su estado más puro, con los gritos del eterno grupo de muchachones, más asustados que los demás pasajeros, pero por supuesto haciendo chistes acerca de la futura caída en el Amazonas, para disimular. Los que viajaban por negocios aguantando la molestia, con las narices en los diarios leyendo los precios de la bolsa. Yo, yendo al baño cada diez minutos, porque eso es lo natural. Deshidratación total, aún antes de partir.

Ruido, movimiento del avión hacia atrás, aplausos de la gente. E pur si muove! Las azafatas parecían algo serias, como no muy conformes, después de haber trajinado algo más de lo normal.
La subida fue como siempre, con el estómago quedándose aún en la terminal y el resto del cuerpo ya a 30.000 pies de altura. Mientras tanto, hay que aguantar la explicación consabida de cómo flotar en el océano agarrándose del almohadón del asiento, o soplando salvavidas imaginados, suponiendo que alguna vez llegáramos vivos al agua, después de una veloz caída del avión.

Pero las voces no terminaron ahi. Las propias azafatas nos hicieron escuchar más anuncios, primero en inglés, después en un extraño castellano de una inglesa que seguro lo aprendió de una puertorriqueña. No parecía grave, sólo molesto. No íbamos a tener agua en todo el vuelo. La bomba de agua no funcionaba, pero no había problema, el vuelo se desarrollaría normalmente, con comida pero sin agua. Que no nos preocupáramos, que habían traído una enorme cantidad de botellitas de agua envasada y eso alcanzaría para la sed de la población. Mi terror al ir al baño fue que ese líquido azul de los waters fuera agua, pero no lo era. Uf. Mientras eso funcionara, nada malo podría suceder.

Llegó la comida, la bebida – pedí agua, claro, y me trajeron una botellita - todo en orden. Y empezó la larga noche. Como de costumbre no puedo dormir, pero la niña me mantuvo bastante entretenida, preguntándome con las pocas palabras que sabía, qué eran esas escenas en la cama de la eterna película que estaban pasando en los televisores colgados.

El pequeño problema se empezó a notar cuando alguien pidió café. "No", le dijeron, "ni café ni té. Recuerden que no hay agua". Como yo no tomo café en los aviones, porque no necesito más diuréticos, decidí que se jorobaran, que ya que tampoco permitían fumar, el no tomar café de noche no los empeoraría. Ahí me di cuenta que después de pasar esa noche, nadie podría lavarse las manos ni la cara, ni los ojos lagañosos, pero no importaba, eso igual era para todos. Claro, empecé a usar papel para abrir la puerta del baño, ya que era obvio que todos los usuarios salían sin haberse lavado ni la punta de los dedos.

Fue muy lindo cuando llegó lo esperado. Mi dulce niñita se sentía mal. "Mamá, quiero vomitar", fueron las alegres palabras. Agarré la bolsita que estaba en el bolsillo frente a mi asiento y se la encasqueté antes que la mamá pudiera siquiera reaccionar. "Gracias, gracias", madre agradecida, limpiándole la boca a la niña con un papel seco, porque recuerden, no había agua. Pero a la niña al ratito le vino ese vómito desprevenido, aunque yo me lo esperaba. Estúpidamente pensé que lo tenía bajo control. No llegué a tiempo con la bolsita mientras la madre estaba paralizada por el terror. Saltó el chorro, derecho a mis pantalones. Con ese olor ácido que todos conocemos tan bien. No importa, las azafatas tendrán algo para limpiarlo, pensé.

Vinieron muy solícitas con el carrito de bebidas que traían empujando. En mi mejor inglés y sonriendo, les pedí algo para limpiarme. Me dieron unas servilletitas. "No", dije, "necesito un poco de agua". Una azafata, seria, preguntó: “y bueno, para limpiarse, ¿Ud.prefiere Coca Cola o jugo de naranja? Es todo lo líquido que me queda, además de las bebidas alcohólicas, pero no le recomiendo limpiarse con alcohol”. La miré esperando otro mal chiste, pero no.  Ah, los pasajeros ya habían terminado toda el agua embotellada. Las miré con sorpresa. "¿Y qué quieren que haga con esto?" pregunté. Se miraron. "Y, yo qué sé", dijeron. "Agua no hay". "Pero me tengo que limpiar o ese olor se va a impregnar en los asientos y desparramar y todos vamos a estar vomitando en menos de diez minutos". .. Miré a la niña que parecía sentirse mejor. Mis pantalones stretch estaban húmedos y malolientes. “Jugo de naranja”, dije suspirando. Total, la acidez no empeoraría.

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